El impaciente otoño ha irrumpido, intempestivamente, durante un día en este agosto de verano tardío y ha amordazado de nubes al Sol para que una húmeda añoranza gris se apodere de los sentidos. Fue una ilusión traicionera que hizo a muchos maldecir la extraña pero vigorosa brevedad de la luz y el calor, y a otros precipitarse en la alegría de los cielos encapotados y las hojas amarillentas. Un otoño tan fugaz como un suspiro pero tan irreal como un espejismo, puesto que el azul volvió a cubrir el paisaje y las chicharras continuaron llenando el aire con sus cantos estridentes. Pero, al menos, durante un día, tuvimos la certeza de que, tarde o temprano, todo cambia sin detenerse y nada es inmutable. También nosotros. Afortunadamente.