El más inquietante de los problemas de este otoño es, sin duda, el de las reacciones a la sentencia del Tribunal Supremo en el juicio a los políticos catalanes encausados, condenados a penas de cárcel e inhabilitación de hasta 13 años. Los partidos políticos soberanistas, el gobierno de la Generalitat, organizaciones civiles afines y los partidarios de la independencia venían esperando el fallo y estaban preparados para organizar una respuesta tumultuosa en las calles que, mediante manifestaciones, bloqueos de infraestructuras y servicios públicos, enfrentamientos con las fuerzas del orden y algarabías de diverso grado, pudiera interpretarse, por su extensión e intensidad, como expresión de rechazo del conjunto de la población de Cataluña. Como alumnos aventajados de los noticiarios, sus organizadores -una anónima plataforma que se oculta bajo el nombre de “tsunami democrático”- intentaron emular a los manifestantes de Hong Kong y paralizar el aeropuerto de Barcelona, cosa que consiguieron durante unas horas el primer día de protesta. También pretendieron imitar la violencia vandálica protagonizada por los “chalecos amarillos” que arrasaron la capital y otras ciudades de Francia hace unos meses, destruyendo escaparates, provocando fuegos, lanzando piedras, vallas y botellas con ácido a los policías, etc. La verdad es que lo tenían fácil porque ejemplos a copiar no faltaban.
No hay duda de que la configuración territorial del Estado va a estar sometida, este otoño, a fuerzas antagónicas que, por un lado, ejercen una presión centrífuga que conlleva el riesgo de desprendimiento de una parte del mismo, y, por otro, una presión centrípeta que tiende hacia desnaturalización de las autonomías y a la recentralización. Dependiendo de cómo se aborde el conflicto catalán, el otoño hervirá por la colisión entre ambas fuerzas con inaudita virulencia política y social. Ya los radicales se encargan de encender el fuego, metafórica y literalmente hablando.Además, por si fuera poco, un Gobierno central en funciones, después de años de inestabilidad, vuelve a confiar en la repetición electoral para que los ciudadanos decidan lo que los elegidos en abril no pudieron, no supieron o no quisieron acordar: pactar la constitución de un Ejecutivo en torno a la minoría parlamentaria mayoritaria. Nos hallamos, así, con un gobierno que, este otoño, estará más atento a asegurarse su continuidad en el poder que en solucionar ningún problema.
Incluso los pensionistas, que han emprendido desde los cuatro puntos cardinales del país una marcha hasta Madrid para exigir a todo pulmón, ante el Congreso de la nación, la seguridad de unas pensiones dignas, van a alimentar las llamas que harán arder este otoño preñado de problemas. Llevan años reclamando que se les restituya el derecho a recibir las pensiones por las que han cotizado durante toda su vida laboral. Y por que no se les utilice como apuntes contables que sirven para cuadrar las cuentas del Estado, ni se les utilice como datos demográficos de fácil seducción electoralista. Su grito en defensa de las pensiones, gobierne quien gobierne, surge del hartazgo de sentirse siempre manipulados por Ejecutivos de todo color, y de ver cómo sus pensiones, en vez mantener su poder adquisitivo, menguan cada año, con cada gobierno y con cada problema de la economía que los administradores políticos no han sabido prever ni solventar sin echar mano de la “hucha” de las pensiones y otras partidas del gasto social. Se manifiestan, gritan y contribuyen a hacer hervir este otoño con toda la razón del mundo. Y porque no consienten que se les arrebate su dignidad, aunque estén a punto de morirse.
Mientras unos y otros se enfrentan por cuestiones de identidad y privilegios, se desgañitan por poltronas y prebendas, una cuarta parte de la población lucha por tener una vida digna, libre del azote de las privaciones, sin que nadie se manifieste por ella ni haga uso de la violencia para obligar a socorrerla. A pesar de todos los problemas que nos acucian, este otoño no hervirá por los realmente necesitados, cuando debería ser el principal motivo para coger la antorcha.