La acompañó a la casa y entró detrás de ella. Afuera quedaba la guerra. Dentro, las luces apagadas, su proximidad, el perfume dulzón y obstinado, le producían un vértigo desconocido, una languidez placentera. Ella lo besó, multiplicando las caricias, abrazada a él como guía que se enreda en las ramas, desnudándolo, desnudándose. El cuarto daba vueltas como un tiovivo de feria: bailaban las paredes desnudas, las esquinas sucias, los muebles desportillados. Ella se deslizó entre las sábanas y lo reclamó con la mano, muda e imperiosa, pero él se retuvo, de pie frente al viejo camastrón. La mujer lo observó con ojos enormemente abiertos, sorprendidos primero y chispeantes después; alargó el brazo y lo tomó de la mano con cálida presión.
–¿Eres virgen acaso?, preguntó mirándolo a la cara.
Él se envaró ante la pregunta.
–He vivido en el peor de los infiernos.
–Sí, pero ¿has hecho el amor con una mujer?
–He matado a siete hombres cara a cara, he vencido a dragones y me he comido su corazón.
Una luminosidad apagada situaba la ventana, la penumbra cómplice delimitaba un espacio de sombras densas y siluetas palpitantes.
–Esta es otra guerra, le dijo ella, arrastrándolo a su lado con firmeza, y se lucha con otras armas.