Con ese balance de víctimas, lo que allí se produjo fue un viernes negro que jalona de sacrificios la historia de Palestina por el derecho a su supervivencia y a vivir en la tierra de sus antepasados. Ello dio motivos para otra masacre de palestinos que las autoridades hebreas tienen el descaro en calificar de acto de legítima defensa por celebrarse a escasos 300 metros de la frontera y suponer, al parecer, una “amenaza” para Israel. El Ejército ya ha avisado que actuará de igual forma (repeliendo con disparos a los manifestantes) ante las nuevas marchas anunciadas y que abrirá fuego contra los que arrojen piedras y se acerquen a la frontera. Causa vergüenza el silencio y la inacción de la comunidad internacional ante una tragedia recurrente y previsible por la violencia con la que actúa Israel. A pesar de los muertos, nadie condena el uso de una fuerza desproporcionada ni la desfachatez de un gobierno que autoriza a su Ejército a disparar de forma indiscriminada contra la multitud de una marcha pacífica. Ningún gobierno europeo u occidental, y menos aún el norteamericano, ha elevado su voz ni convocado el Consejo de Seguridad de la ONU para criticar un capítulo más de la política de aniquilación y limpieza étnica que está perpetrando el Estado sionista contra el pueblo palestino, al que arrincona en territorios cada vez más estrechos que asemejan las reservas indias de Norteamérica. Tal política de ocupación y proliferación de asentamientos judíos, de arrinconamiento territorial y levantamiento de muros que exceden las fronteras establecidas, de control militar y limitaciones a la libre circulación de personas y bienes, y de ejercer una violencia injustificada contra la población civil, tal política de hechos consumados, como decimos, no respeta las resoluciones de la ONU y hace caso omiso de las convenciones para casos de conflicto armado. Es decir, que Israel hace lo que le da la gana contra los palestinos sin que nada ni nadie se lo impida.
Esa historia de beligerancia llega hasta nuestros días con un Estado sionista que niega reciprocidad a los palestinos para construir su propio Estado soberano, que comparta con un estatuto especial la ciudad de Jerusalén, en virtud del mandato de la ONU y conforme a las fronteras establecidas según resoluciones de la organización internacional que las autoridades hebreas no respetan ni cumplen. De ahí que estén previstas movilizaciones multitudinarias hasta el próximo 15 de mayo, fecha en que los palestinos conmemoran la Naqba o catástrofe que les condujo al exilio. También se manifiestan contra el 70 aniversario de la fundación de Israel y contra la decisión de convertir la ciudad santa de Jerusalén en capital del Estado hebreo. Para añadir leña al fuego, EE UU aprovechará ese aniversario para trasladar su embajada a Jerusalén, mostrando así un apoyo explícito al “matonismo” sionista.
Cuenta para ello con el beneplácito y la aquiescencia de EE UU, que le facilita todo el armamento que necesita, le financia su extraordinaria maquinaria militar y de seguridad y comparte y consiente su estrategia de imponer los intereses del sionismo aun violando las leyes internacionales y la soberanía de otros estados de la zona. Con Donald Trump en la Casa Blanca, esa relación de complicidad es todavía más estrecha y descarada, al reducir las aportaciones económicas que a través de la ONU se facilitaban como ayudas a la población palestina y permitir sin cuestionar todas las atrocidades cometidas por Israel.