Por algo que se habrá estudiado, los regímenes comunistas propenden a que el líder visionario se momifique en vida y lo arrope un geriátrico donde el más sano acude en parihuelas. En lo que ellos chochean, todo se viene abajo, como en el pavoroso maoísmo: flaneaban los sesos del Vigía mientras un "ingenuo" bucolismo daba paso al enaltecimiento obsesivo de lo chino frente al Occidente degenerado y al final, Mao mediante, se "reeducaba" al infeliz que expresara no ya una queja, sino una somera duda.
Los jemeres rojos, con la bestia Pol Pot al timón, exacerbaron esa "ideología" hasta un límite orate y alucinógeno. Usar gafas o escuchar a Bach se castigaban con el desmembramiento y no se concebía la menor heterodoxia porque asaban al disidente y a sus crías. De aquella locura sangrienta surge el siguiente aforismo: deja que el fanático se adueñe del poder, la educación, la propaganda, los tribunales y el ejército, y me cuentas hasta dónde sube la marea.
De las CUP catalanas sale un tufo chinojemer que tira para atrás. En las plácidas comarcas brota el pantumaca y no hay rastro de boñiga ni de humos industriales. La lengua (el catalán, por supuesto) es el unto redivivo de los ancestros, que lloran en sus tumbas melancólicas, aguardando una póstuma vindicación. ¡El cuerpo social será piñoide! A sentir igual, pensar igual, hablar igual y despreciar al foráneo igual, que si no eres igual dejas de ser catalán. En la tribu, esterilizada de impuros y tarados, no hay sitio para Juan Marsé, Albert Boadella o Félix de Azúa, porque nacieron en Barcelona, pero el españolismo les hizo apóstatas de la Cataluña eterna y rosicler.
Tarde se respondió a ese penoso ostracismo de quienes no razonan o hablan igual. Tarde, muy tarde, hasta un punto emplazado con cartográfico rigor en medio de la nada, en la exacta mitad del sendero que discurre, curvilíneo e indeciso, hacia ninguna parte. Tarde, demasiado tarde, con tanta claudicación y tanta mano tendida y tanto dorarles la píldora que se agotaron las cataplasmas. La palabra, exhausta, ya no significa nada, como la piedra de León Felipe, "piedra pequeña, que no has servido para ser ni piedra". La fatiga, invencible: no más argumentos inútiles, basta con exonerar el alma de bilis, y así descargo la mía...
Sobrevino un lejano día el Estatuto que estipuló la bandera de Cataluña (la senyera convencional) y su régimen fiscal. Los soberanistas de viejo cuño declinaron un cupo similar al vasco, por temor a soltar la teta vacuna, pero a la teta retornan con insistencia pueril. ¿Y? Pues nada, porque otros Estatutos encarnan un "café para todos" que les taladra el hipocampo, pues difumina la constancia pétrea de que ellos son más telúricos, más elevados, más inmutables. Más.
Toda España coopera con "su" Olimpiada, pero Madrid husmea otra y ellos se personan en Nueva York para descarrilarla. El AVE al ombligo de Barcelona lo apuntan en el caldero del agua, no se rebajan ni a agradecerlo, pues siempre queda un fleco histórico, una balanza fiscal, un poema de amor tuberculoso. Nos restriegan el catalán como si lo hubiésemos prohibido -lejos de invertir enormes recursos en fomentarlo- y nos lo retribuyen multando al tendero que rotule en español, no en quechua o en tagalo, sino en español. Exigen hablar catalán en foros nacionales e internacionales, contratando traductores obviamente innecesarios, por aquello de "visibilizar" su diferencia antropológica, pero ellos acosan al español en una patochada delirante que jamás la Justicia (perdonen la mayúscula) tuvo el cuajo de impedir.
Envueltos en su senyera, Pujol I y la dinastía ferrusolo-pujolina robaron con un descaro del que, encima, tenemos nosotros la culpa. Expolian el Liceo, la TV3, el Palau, la obra pública; trincan ellos y sus cuates, sin compasión (como el mafio-juez Estivill que extorsionaba a los procesados), bajo la falacia vergonzosa de que les roba España. Y ahora agitan la "estelada", rozagantes, afirmando su preeminencia moral e insinuando que esa bandera desterrará la caspa de una España minusválida.
"Necesitamos escapar", dice el inefable Puigdemont, fruto del ensalmo catalufo en plena siesta dominical. Un conchabeo subterráneo y asfíctico. Pero se aferran al fondo autonómico sin rubor y lo malgastan enviando delegados gazmoños a Europa. Menos mal que allí hay funcionarios bien adiestrados, que les llevan serenamente a la puerta y les leen el lema del frontispicio: "¿Ves, hijo, que delante de Europea pone Unión? Ya me sobran el salafismo, los Balcanes, el Reino Unido tocahuevos, el polvorín esquizoide de Bélgica, los neonazis de Austria y el espanto de Siria. Anda, nene, vete a merendar y haz caso a la maestra, ¿eh?"
La ETA despanzurra a 31 ciudadanos (niños incluidos) y deja baldados a otros 89, entre el Hipercor de Barcelona y la casa cuartel de Vic. ¿Deja España que se laman sus heridas, como perros sin amo? Pues va el perro Carod y nos muerde, traidor de lesa patria y lesa humanidad, yendo a Perpiñán a implorar que la ETA no mate más ¡en Cataluña! Y ese gen canino revienta de nuevo, hace pocos días, en una ceremonia de imperdonable bajeza, donde abren su Parlamento (perdonen la mayúscula) para que nos sermonee uno de los hijoputas más abyectos de aquí a los cráteres bermejos de Marte.
Medran obscenamente en el desafío perpetuo, la injuria meliflua, el amago fenicio-ladino y el envaine calculón y mendicante. Farfullean con babosería, llamando "indepe" al separatista y "desconexión" a la secesión, macerados en un trampantojo dulzarrón de democracia cristiana, gauche divine y polpotismo durrutiano, para crear la granja de Wifredo el Nou, donde ellos en exclusiva decreten los pesebres. Pues bien, esa doblez egoísta y engolada, esa provocación incesante que no puede escarbar más abajo de Otegi, a un servidor le causan una aversión honda, vomitosa e irrefutable: dispóngase para ellos una reserva enrejada, y gocen allí de tanta paz como concordia siembran aquí.