¿Otra Tierra es posible?

Publicado el 21 abril 2014 por Babel2000
Los astrónomos acaban de descubrir un planeta muy parecido al nuestro, es decir, que tiene un tamaño similar al de la Tierra y se halla en una órbita alrededor del sol que le permitiría albergar agua y hasta una atmósfera con nubes. Está a 500 años luz de nosotros y, al parecer, reúne las condiciones básicas para que pueda darse la vida sobre su superficie. Lo han bautizado con el poco romántico nombre de Kepler-186f porque fue localizado gracias al telescopio espacial Kepler, que fue lanzado al espacio en el año 2009. Se sabe poco más de él ya que, siendo un cuerpo que no emite luz propia, sólo refleja una tenue luz que a esa distancia se distingue más bien como una sombra que de vez en cuando contrasta sobre el disco del sol alrededor del cual gira. Sin embargo, los científicos de la NASA especulan con la posibilidad de que existan océanos, continentes con todo tipo de accidentes geográficos, casquetes polares y una atmósfera densa de nubes. La imaginación, a partir de estos datos, se dispara.
Cabría preguntarse: ¿Otra Tierra es posible? Dada la inmensidad del Universo, estadísticamente es posible que muchas Tierras giren en torno a innumerables soles capaces de formar sistemas planetarios parecidos a nuestro Sistema Solar. La probabilidad de descubrirlos es, no obstante, muy remota, por no decir imposible. La distancia que nos separa de la estrella más cercana, la Próxima Centauri, es de 4,2 años luz, y los instrumentos de observación y medición que disponemos se muestran poco precisos e insuficientes para indagar a tales distancias, entre otros motivos porque no es lo mismo visualizar una estrella que un planeta. Con todo, el número de planetas descubiertos hasta la fecha se eleva a cerca del millar, en su mayoría inmensas bolas gaseosas en las que se descarta la existencia de vida, tal y como la conocemos.

Lo atractivo del último descubierto es su similitud planetaria con la Tierra, tanto por tamaño como por la distancia a la que orbita alrededor de su sol, lo que significaría que podría reunir las condiciones necesarias para que se reproduzcan, allí también, los elementos que han hecho posible la vida en nuestro planeta. Los astrónomos recrean en sus dibujos imágenes de la presunta apariencia física del nuevo planeta, al que sólo le faltaría disponer de una evolución natural para que seres inteligentes pudieran en estos instantes cavilar sobre la probabilidad de que en ese puntito azul, con el que nos identifican a lo lejos, también tenga esperanzas de albergar vida razonable. Tan imposible es que nosotros detectemos tal cosa como que ellos puedan hacer algo semejante, si tuvieran nuestro desarrollo.
Por muchas películas de ciencia ficción a las que estemos acostumbrados, el día que sucediera un descubrimiento de esta naturaleza –descubrir una civilización extraterrestre-, las repercusiones serían inimaginables, en todos los sentidos, incluido el religioso. Se derrumbarían de súbito desde el antropocentrismo de nuestra filosofía y ciencia hasta la creencia de un Dios que nos hizo a su imagen y semejanza. Si el choque de civilizaciones en nuestro planeta siempre se ha saldado con el aplastamiento de la más débil y su total sumisión e integración a la más poderosa y fuerte, no necesariamente más avanzada culturalmente, el encontronazo con otra Tierra sólo traería problemas que agravarían aún más nuestros padecimientos por espacio, recursos, avaricia, alimentación, poder y, en definitiva, supervivencia.
De ahí que, ante el descubrimiento de un nuevo planeta parecido al nuestro, mi primera reflexión fuera de que otra Tierra es posible, pero no deseable. Reconozco que tal pensamiento nace del miedo a encontrar seres con nuestras propias intenciones y tendencias. Y si existen, cuánto más lejos, mejor. Hacedme caso: dejar de escrutar el Universo con esos telescopios. Acabaremos llevándonos una desagradable sorpresa y encontrar otros ojos que nos observan con idéntico apetito por ampliar mercado.