Otra triste despedida

Publicado el 17 septiembre 2016 por Yusnaby Pérez @yusnaby

Ese mosaico multicolor que ha dado la vuelta al mundo como símbolo de la emigración de innumerables venezolanos era para ella una fuente de alegría. Pisarlo significaba la visita de una de sus hijos, pero ahora volvía a ser gris, tanto como el dolor que en la soledad de su casa fue testigo de sus lágrimas por una nueva partida.

De sus cuatro muchachos ahora se iba el más pequeño. Ya había pasado por la misma despedida quince años antes, pero la situación era diferente. Su hija rebelde siempre había querido viajar a Europa, ¿quién no tiene sueños a los veinte años? Así que con la certeza de tenerla de vuelta pronto, la llevó al aeropuerto con una tristeza que no hizo sombra a todas sus esperanzas. A sus muchachos les gustaba su patria, allí habían crecido felices y tenían todas sus raíces. Sin embargo, el país cada vez se fue hundiendo más junto con la confianza de ver a “la desterrada” regresar. Muchas raíces se habían roto, las calles del barrio estaban desoladas y los pocos amigos que quedan ahora están haciendo las maletas.

Desde que su otra hija estuvo de vacaciones, ella y su marido temen que ésta también se vaya antes que un eventual matrimonio y/o un nieto le dificulten tomar la decisión –como ya le ocurre al mayor. El amor de una madre comporta sacrificios, la soledad, la distancia, mirar al cielo para ahogar el llanto… Cualquier cosa se hace por el bienestar de los hijos, incluso preferir tenerlos lejos a no tenerlos. Y aunque quince años no le han cerrado la herida que le sangra en cada cumpleaños, los domingos por la tarde o el día de Navidad, hace una semana la vio crecer cuando fue al aeropuerto para acompañar a su hijo menor, el que ya no es un niño y acaba de estrenarse como padre.

Aguantó como pudo para no hacerle al joven más duro el momento que incluía despedirse de una criatura que dará sus primeros pasos y dirá sus primeras palabras mientras él observa emocionado y con un sabor agridulce desde el otro lado de la pantalla. Sus amigas le dicen que no se preocupe porque pronto va a volver, pero todas saben que probablemente lo hará para buscar a su recién fundada familia y llevársela a un lugar más seguro donde puedan vivir en paz.

El síndrome del nido vacío es duro para cualquier padre, pero en  Venezuela el trauma se profundiza, pues se traduce en el síndrome del país vacío, en éxodo de querencias, en más ausencias en la cena del 31 de diciembre y en el “quién sabe cuándo volveremos a coincidir todos”.

Cuando la llaman siempre dice que está bien, nunca cuenta si le falta alguna cosa y le sobran excusas para simular que no hace colas. Si hay agua aprovecha para regar las matas, las únicas que no se han independizado ni tienen pasaporte. Cuando la visitan sus otros dos hijos habla de cualquier cosa, pero nunca de su tristeza, nunca del humano temor a morir lejos de sus seres queridos. Dice que vivirá muchos años porque no pierde la esperanza de recuperar el país en el que parió a cuatro niños que le han dado más satisfacciones que dolores de cabeza.

Sueña con despertar un día no muy lejano en una Venezuela donde comer no sea un lujo y vivir no sea delito. No se va, no quiere, no puede. Se queda esperando ver a sus cuatro muchachos juntos de nuevo, canosos y amontonados en un sofá viendo una película cuando como siempre, dos se reirán del par que se ha quedado dormido.

Foto: @jcsantamans