Son las cuatro y cinco de la tarde.
Y está ese papel ahí encima: no ante mí, si no algo a mi derecha, encuadrado a una ministerial equidistancia de los dos extremos de la mesa. Rellenado en bolígrafo negro, con una letra legible pero caótica. Con algunas líneas subrayadas, casi tan compulsivamente que parece que marquen un meridiano por el que doblar el papel.
Arriba del todo está escrito el nombre del tipo: se llama Jesús.