Otro atareado día en la Barcelona medieval

Publicado el 06 enero 2021 por Eowyndecamelot

Barcelona 1300 Bosque de Brocelandia

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Barcelona, principios del siglo XIV, bajo el sol de la hora sexta. (viene de) Ya va, ya va, por el amor de Dios. Que no son horas –oímos refunfuñar a Maese Simón. El sacrificado médico abrió la puerta de su modesta casa del Call, mientras un joven amanecer se asomaba, un día más, a la ciudad-. ¡Válgame el cielo! -exclamó, al verme-. Pero ¡si es mi mejor clienta! ¿En qué nuevo lío te has metido ahora, Eowyn? Francamente, no sé cómo puedo sobrevivir cuando te llevas tus embrollos fuera de Barcelona. Por cierto, ¿cómo vas de tus trastornos femeninos?     
   Vi cómo los pabellones auditivos de Ricardo y Cristophe adoptaban una forma de trompetilla.

   -¡Callaos, por todos los santos! -le susurré-. ¿Es que no habéis oído hablar de la confidencialidad médico-paciente? -y, en un volumen más alto-. No vengo por mí, sino por Guillaume. Tiene una herida en el pecho, pero parece superficial.

   Simón miro al aludido. Caminaba por su propio pie, sosteniéndose en Yannick, pero su tez se veía más pálida a la luz de la incipiente alba. La sonrisa se borró del rostro del médico.

   -Pasad, rápido. Entrad ahí y dejadlo sobre esa cama -señaló una habitación que surgía del cuerpo central de la primera planta de la casa, compuesto por una cocina, una mesa, y varias alacenas con diversos utensilios. Ricardo a Cristophe acompañaron a Yannick y a Guillaume, mientras Simón me detenía para hablar conmigo.

   -¿Qué ha pasado? -me preguntó.

   Yo me encogí de hombros.

   -Asuntos de templarios. No creo que os interese.

   Él me sostuvo la mirada durante demasiado tiempo, estimé yo. Después entró en la habitación.

   -Venga, salid todos. Dejadme trabajar en paz. En la alacena encontraréis pan y leche recién ordeñada de mi vaca. Comed, que tenéis aspecto de no haberos llevado nada al estómago desde que Moisés recibió las Tablas de la Ley.

   Yo me senté a la mesa y dejé caer la cabeza entre mis brazos. Ricardo y Yannick también tomaron asiento. Cristophe, a quien la mención de alimentos y bebidas, mejor si eran alcohólicas, nunca le dejaban indiferente, procedió a saquear la despensa del galeno, mientras el jovenzuelo le miraba con ojos hambrientos. Se instauró un silencio tenso, donde el fracaso y el miedo a las consecuencias flotaba como una niebla viscosa. De pronto, yo erguí la cabeza.

   -Lo sabían -dije, arriesgándome a soslayar lo evidente-. Sabían que iríamos a buscarlos. Esto no ha tenido ni pies ni cabeza desde el principio. Hemos sido unos ingenuos. Entraron en el palacio casi delante de nuestras narices. ¿Cómo pudimos pensar que no esperaban un movimiento por nuestra parte?

   Ricardo asintió.

   -Eso sin contar que, si parecían tenerlo todo tan estudiado, no es lógico que llegaran en un momento en que ni el rey ni Blanca estarían presentes…

   -Eso mismo -apunté yo. Yannick, a quien Cristophe había servido pan, leche, y todo lo encontró entre las provisiones, las devoraba sin hacer ningún comentario, seguro de que al final se encontraría una solución pero sin concederle demasiado importancia. Sin embargo, Cristophe, que también masticaba a dos carrillos, habló sin molestarse en dejar de comer.

   -Pienso que creéis demasiado en la inteligencia de ese individuo -tragó sonoramente un trozo de pan con queso con un largo trago de leche-. ¿No puede ser que, sencillamente, haya equivocado las fechas? Esperaba hablar con el rey, y se ha quedado compuesto y sin soberano.

   -Lo que está visto es que nuestra tapadera ha quedado expuesta -intervino el novicio, que había dado cuenta de su pitanza a una velocidad extraordinaria, y miraba a su alrededor a ver qué más podía llevarse a la boca.

   -Y, sin embargo, volverán a intentar entrar, aunque no sé qué estratagema emplearán ahora. Así que no podemos descuidar la vigilancia… -empecé yo.

   Ricardo se levantó.

   -Voy a la encomienda, a buscar a otros hermanos que soliciten el empleo. A ver qué puedo decirles para no tener que contar toda la historia.Y, después, al palacio a recoger nuestra soldada y nuestros pertrechos. Creo que no hará falta ni que renunciemos: me temo que, después de lo de esta noche, estamos despedidos. Y después, intentaré localizar a los huidos. No creo que salgan de la ciudad, si lo que desean es pasar. Aunque seguro que esperan a una fecha más cercana a la llegada del rey, es mejor no confiarnos.

   -Y Cristophe puede buscar a la mujer que iba con ellos -le miré-. Pregunta por las tabernas y los prostíbulos si unos caballeros de Francia contrataron a una dama de compañía, por así decirlo. Ella no parecía francesa, y desde luego que no era su cómplice. No hay más que ver lo aterrorizada que estaba -mi compañero parecía estarse frotando las manos mentalmente, tal era su aspecto de satisfacción-. Pero sé discreto. Y recuerda que vas a trabajar, y no a holgar, que te conozco.

   -Yo puedo acompañarle, y así le vigilo -sugirió Yannick.

   -Ni hablar -saltó Ricardo-. Tú te quedas aquí haciendo compañía a Guillaume, y nos avisas de cualquier novedad en su estado. Y no te olvides de pagar al buen médico por sus servicios -arrojó una bolsa que el joven cogió al vuelo-  y por su comida. Eowyn, acompáñale tú, mejor.

   Yo meneé la cabeza.

   -Creo que Cristophe es perfectamente capaz de desenvolverse en esos ambientes él solito -el desagrado era patente en mi tono de voz, y no pretendía en absoluto disimularlo-. Tengo otra cosa que hacer hoy, pero permitidme que no os cuente nada hasta mañana. Hay razones para ello.

   Ricardo me sonrió. Confiaba en mí ciegamente desde que supo que, probablemente, yo le había salvado la vida. A pesar de que para mí aquello no estuviera tan claro.

   -Está bien -dijo-. Nos encontraremos aquí mañana a esta misma hora. Y antes de comenzar, creo que será mejor que durmamos un par de horas. No sé vosotros, pero yo lo necesito de verdad.

   -Todos lo necesitamos, Ricardo –le di una palmada en el brazo-. Ha sido una noche dura.

   Y el día que la seguía sin duda iba a serlo más.

Cristophe me había rogado que le cediera un trozo de mi cama, ya que, según él, no le apetecía volver a la encomienda, donde se hospedaba.

   -Mucho ruido por las mañanas -se quejó-. Esos malditos templarios nunca dejan de trabajar. Aunque por las noches no es que la cosa mejore mucho. Yo no sé las veces que se levantan a rezar cuando el resto de los cristianos duerme apaciblemente. Algo así no puede ser sano.

   -Bueno, al menos no suelen hacerlo cuando están en campaña -algo bueno tenían que tener las guerras-. Está bien, quédate, pero no te muevas mucho, no me quites la manta y, sobre todo, pórtate bien.

   -¿Y cuándo me he portado yo mal? -me dijo, poniendo la misma cara que los angelitos pintados en los frescos de la catedral de Barcelona. No estimé necesario contestar a aquella pregunta.

   Entramos en la casa y nos dispusimos a dormir un poco. Me volví hacia la pared e intenté poner la mente en blanco, sin lograrlo de momento. Cristophe debió de notar mi inquietud.

   -Eowyn -dijo-, Guillaume se pondrá bien. Ya le conoces. Es casi invulnerable.

   Asentí, aunque me embargaba un mal presentimiento. Pero decidí ignorarlo y pasar a otro tema.

   -Cristophe, ¿recuerdas la promesa que me hiciste en Tierra Santa?

   A mi espalda, oí cómo tragaba saliva.

   -No entiendo cómo eso es tan importante para ti… -respondió.

   -Deberías entenderlo -aseveré yo, con un punto de irritación.

   -De todas maneras, no te fallaré. No suelo faltar a mis promesas, y menos a las de mis hermanos de armas. Pero sabes perfectamente que lo que yo haga o deje de hacer no cambiará nada.

   Lo sabía. Pero era lo único que estaba en mi mano.

   -Y ahora, duerme -continuó-, o tendré que cantarte una de las canciones de cuna de la Champaña con mi melodiosa voz.

   Ante aquella perspectiva aterradora para mis oídos, decidí cerrar los ojos. El cansancio, y las emociones de las horas pasadas, hicieron el resto.

El sol, llegado a su cenit, se derramaba descarnadamente sobre las miserias de la ciudad condal mientras yo me dirigía al Palacio Real, con la librea de la guardia guardada en un hatillo. Los centinelas de la puerta me cerraron el paso.

   -Vienes a devolver tu ropa, imagino -me dijo uno de ellos, un tal Guerau, al que imagino que habían nombrado capitán tras el despido de Ricardo. No podía ocultar su satisfacción por su ascenso ni por nuestra caída. Nunca le habían caído bien los protegidos de Guillaume. Y no hubiera podido evitar darle la razón (porque verdaderamente los templarios, Cristophe y yo habíamos entrado en la Guardia Real por puro enchufe), si no hubiera sido un tipo rijoso, arrogante y sucio-. Porque si no tienes prohibida la entrada.

   Le miré con todo el desprecio que me inspiraba, que no era poco.

   -Tú lo has dicho. Déjame entrar, o el Mayordomo te reclamará a ti estos elegantes ropajes.

   -Adelante –concedió, displicente-, pero piensa que si deseas recuperar tu trabajo… tal vez podría hacerte un favor. Un favor doble –se acercó a mi oído, tanto que pude oler su aliento podrido-. Pásate esta noche por las habitaciones del cuerpo de guardia, y mañana vuelves a estar dentro. Siempre me has parecido demasiado flaca, pero yo soy buen amigo de mis amigos.

   Remedé en su honor, con ironía, una sonrisa extática.

   -Oh, sí. Espérame, que allí estaré, puntual como un fraile a la hora de la pitanza. Hala, y ahora déjame pasar que tengo prisa.

   Pasé al patio de armas, buscando la cocina, algo enfurruñada. Ya estaba harta de que todo el mundo me considerara flaca (a pesar de que el hecho de no ser el tipo de individuos como Guerau era un verdadero alivio). Un día de estos tendría que emprender un régimen de engordamiento para adaptarme a los malditos cánones medievales. Joder, sólo me faltaban un par de kilos y ya me tachaban de escuálida. ¿Durante cuánto tiempo más las mujeres serían consideradas bellas sólo si no podían entrar por el portón de una muralla si no lo hacían de canto? Era realmente injusto. Sin embargo, opté por dejar de preocuparme de aquella cuestión para concentrarme en problemas menos frívolos.

   Esclarmunda, la oficial de la Cocina Real, se hallaba atareada removiendo algo en el fuego, mientras un par de sirvientas se ocupaban, respectivamente, de cortar unos nabos y desplumar a un ave inespecífica sobre la amplia mesa. Era una rubia rolliza de agradable trato, que parecía tenerme, por alguna extraña razón, algo de simpatía.

   -¡Eowyn! ¿Qué haces aquí? Escucha, ¿qué es lo que pasó ayer? ¿Es cierto que tú y tus amigos emborrachasteis al hermano Guillaume y a unos huéspedes del rey y los convencisteis para que os acompañaran a la taberna? ¿Y que os dejasteis asaltar por unos ladrones? Pero ¿que pretendíais? ¿Es que no os pagan lo bastante como para beber a vuestras propias expensas?

   Me imaginé que aquella sería la versión oficial que había dado Ricardo. Meneé la cabeza con resignación.

   -Mejor no hablemos de nuestro salario: no quiero hacerte llorar. En cuanto a lo demás, recuerda siempre que el alcohol es muy mal consejero. Escucha, ¿podrías darle este hatillo al Mayordomo?  Prefiero no tener que enfrentarme a su ira. Ya me atormenta demasiado mi conciencia.

   Ella me dio una amistosa palmadita en la espalda, totalmente convencida de mis mentirosas palabras.

   -Lo entiendo. Pero, amiga mía, aún estás a tiempo de enmendarte. Deja esa vida de soldados y mercenarios y dedícate a algo más propio de tu sexo. O cásate, que aún eres joven. Diría que Guerau no te mira con malos ojos…

   Yo ya tenía suficientes razones para huir del matrimonio. Pero sin duda aquella era la definitiva.

   -Tienes razón. Pensaré en ello seriamente –sí, seguro-. Y, ahora, dime, tengo una curiosidad. Tú estabas ayer sirviendo en el banquete, ¿verdad? ¿Recuerdas a un caballero que marchó antes de tiempo, solo?

   La cocinera se rascó el cogote, con perplejidad.

   -¿Y para qué quieres saber tú eso?

   Me estrujé el cerebro.

   -Dígamos… que puede ser que se trate de un hombre al que conocí… ya sabes… hace un par de meses.

   -¿No tendrás algún… problema? Porque conozco a una mujer, detrás de la muralla, por la parte del monasterio de Sant Pau…

   La atajé.

   -No de ese tipo. Pero dime, ¿sabes a quién me refiero?

   Ella frunció los labios y miró al techo.

   -Veamos… hubo un asiento vacío durante la última parte del banquete. Creo recordar al caballero que lo ocupaba. Al parecer, salió para ir a las letrinas y no volvió.

   Yo estaba ansiosa.

   -¿Puedes describirlo?

   -Pues… no sé. Era normal. No muy alto ni muy gordo. Moreno… No sé. Lo que sí te puedo decir que estaba sentado al lado de la reina, y los vi hablar durante mucho tiempo, también con el Canciller y el Justicia. Me extrañó no haberle visto antes por aquí, si parecía tener tanta confianza con ellos. Aunque la verdad es que su cara me sonaba… Quizá sí le vi alguna vez, pero debió de ser hace tiempo.

   Aquello era interesante, pero a fin de cuenta no me ayudaba mucho. Durante un momento, me sentí desconcertada: no sabía qué camino podía tomar a partir de ahí. De pronto, se me ocurrió algo.

   -¿Y te fijaste si la reina reaccionó de alguna manera a su desaparición?

   -Bueno… le ordenó algo a Huguet –era uno de los escuderos-, y él salió disparado. Quizá le dijo que lo fuera a buscar.

   Agradeciéndola por la información, me despedí de Esclarmunda, no sin antes verme obligada a escuchar una loa acerca de los beneficios de la vida matrimonial para las mujeres de mi clase, y fui a buscar a Huguet. Estaba atravesando el patio de armas, cuando la cocinera me llamó a gritos, mientras salía de sus dominios a toda la velocidad que le permitían sus abundantes carnes, que se meneaban convenientemente para regocijo de los criados que presenciaban la escena, relamiéndose encantados.

   -Se me había olvidado darte esto –me entrego una carta burdamente sellada-. Lo dejó tu capitán, Ricardo, antes de marcharse definitivamente. Sabe escribir –estaba admirada-. Pero ¿cómo vas a leerlo?

   Me encogí de hombros.

   -Tranquila. Encontraré a alguien que lo descifre –cuando ella desapareció, busqué un lugar tranquilo. Típico de Ricardo, el tomarse tantas molestias sellando una carta que nadie allí iba a poder leer. De hecho, dudaba que incluso la reina… Me apresuré a abrir la misiva, deseosa de saber por qué tanto secretismo. El texto rezaba:

  Querida amiga: He dudado en escribirte esta carta, pero hay algo que me tortura y tú eres la única persona que puede ayudarme…

He oído decir que en algunas culturas, cuando le salvas la vida a alguien, te conviertes en su eterno guardián. Al parecer, Ricardo había estado bastante en contacto con ellas. Si lo hubiera sabido, le habría librado de La Armenia su puta madre… que en paz descanse, la buena mujer.

  …y nadie puede saberlo. Te aseguro que mi petición es completamente honesta…

Como si alguien pudiera imaginarse otra cosa del santurrón de Ricardo. De tratarse de Cristophe, sí que habría tenido motivos para pensar lo peor. Claro que éste no lo habría formulado precisamente de manera epistolar. Por imposibilidad intelectual, básicamente. Pero lo mismo habría enviado un dibujo no apto para menores. Miedo me daba pensarlo…

   … y no perjudicará tu reputación en lo más mínimo.

Iluso. De verdad creía que aún me quedaba algo de eso…

   Te esperaré esta noche en tu casa sobre completas Espero que puedas estar.

No veía que me quedara otro remedio: en algún sitio tenía que dormir, y no pensaba volver a hacerlo bajo las estrellas, ahora que tenía un techo donde cobijarme. Una se acostumbra fácilmente a lo bueno… Me guardé el papel bajo la túnica y seguí en mi tarea de buscar al escudero.

  Lo encontré en el salón donde había tenido lugar el festejo, buscando algo debajo de las mesas, a cuatro patas. Tuve que inclinarme y asomarme al hueco.

   -¿Algún noble ha perdido su dignidad? –le pregunté-. Ah, no, que nunca la tuvieron… Escucha, deja eso un momento y contéstame a una pregunta. Te ganarás unos dineros ¿Dónde te envió la reina anoche?

   Instantáneamente, Huguet gateó hasta sacar su cabeza al exterior. La mención de un ingreso suplementario que pudiera completar su exiguo salario siempre le producía esos efectos. Comprensiblemente.

   -A buscar a un invitado que al parecer se había perdido. No estaba en el castillo, pero les pregunté a los guardias y me dijeron que parecía que se había ido en dirección hacia la parte sur de la muralla. No me dijo su nombre, sino solo que era un señor normal, de pelo oscuro. ¿Me ha ganado ya lo prometido?

   Tras la prolija y coherente respuesta sólo pude aflojar la bolsa.

   -Chico, estás desaprovechado en este trabajo –dije, mientras le daba lo prometido. Por toda respuesta, él estiró hacia abajo su burda túnica de lana y me enseñó otra vestimenta que había debajo, negra, en la que se veía dibujada una pequeña cruz templaria. Comprendí al instante su sagacidad. Y también sus problemas económicos. Él volvió a ocultar la tela.

   -Entendido –dije yo-. Pero dile de mi parte a Guillaume que en otra ocasión procure tenerme informada –aunque no sabía por qué me extrañaba aquello. Los templarios tienen razones que la razón no entiende.

   Así que, sorprendiéndome de lo sencillo que había resultado todo, me dirigí a donde me había indicado el espía, no sin antes verme obligada a gozar de la sutileza de las vulgaridades de Guerau, que al parecer estaban ideadas para incitarme a considerarlo seriamente como candidato a compañero de cama. Si aquel individuo no mejoraba su técnica de conquista, dudaba mucho que los tiempos futuros vieran llegar a sus descendientes. Lo cual, por otra parte, no me parecía una gran pérdida para la evolución humana. Pero, dejando atrás aquellas menudencias, yo daba vueltas a la idea del invitado perdido, a quien nuestra visión, la pasada noche, había causado tanto terror que se había perdido en la noche barcelonesa, en lugar de disfrutar de manjares deliciosos y de la compañía de la reina. ¿Qué había visto en nosotros que le había causado tanto temor? Ricardo, Cristophe, Yannick y yo, con el atuendo de la Guardia Real y el yelmo calado, no parecíamos diferentes a los guardias con los que, sin duda, se había topado en la puerta al acceder al palacio, y menos a la tenue luz de las antorchas. Sólo el bretón iba con la cabeza descubierta y con el hábito de su orden. ¿Le habría asustado que se tratara de un templario? ¿O era el hombre detrás de la vestimenta, Guillaume de Nantes, de cuya vista se había querido apartar con su precipitada huida? Me inclinaba por aquella última opción, puesto que el invitado misterioso debía saber, dada la cercanía de la encomienda con el Palacio, que era bastante posible que no pudiera evitar encontrarse con algún caballero de Cristo. ¿Y qué conclusión podría sacar yo de aquello?

   El cerebro me bullía como en un verano en Tierra Santa bajo una armadura completa, así que dejé la cuestión para más tarde: más concretamente, para después de una buena cena bien regada con sabroso vinillo, y mejor si era seguida por varias horas de sueño reparador. De momento, me dirigí a la zona sur de la muralla, lugar bien conocido por sus casas de lenocinio, además de tabernas y posadas de mala reputación, negocios todos ellos impropios de un caballero que se codeaba con la reina, el cual sin duda encontraría lugares más aparentes donde alojarse y obtener entretenimiento sexual. Otra pieza que sumar al enigmático rompecabezas general. Aunque, tal vez, a pesar de que podía ser una tarea ímproba, obtuviera algún resultado si preguntaba por el caballero que andaba por aquí anoche, porque seguro que no habría acudido una multitud. Si es que podía recabar de los templarios más fondos para sobornos… Decidí que sólo daría una vuelta y lo aplazaría para el día siguiente, tras consultar con Ricardo la disponibilidad de monedas. Y de paso echarle la bronca por no informarme de lo de Huguet, pues seguro que él sí estaba al caso. Además, quería pasarme por casa del médico para ver cómo estaba Guillaume. Que, por cierto, tampoco se iba a librar de una buena regañina.

   De esta manera, paseé por aquel barrio mísero, donde se ejemplificaba a la perfección el alma pútrida de la majestuosa Barcelona, mi ciudad de adopción, la urbe de las casas señoriales donde reinaba una corrupción invisible, que sólo era patente en aquellas sus cloacas, paradójicamente mucho más limpias en cuanto a siniestras intenciones. Una de tantas ciudades del mundo, después de todo… Pensé en entrar en alguna de sus tabernas, sólo para echar una ojeada y acostumbrarme al ambiente, pero después pensé que era mejor que me vieran lo menos posible, si al siguiente día iba a comenzar mis pesquisas: no quería parecer demasiado desesperada por obtener información. De esta manera, y tras un pequeño recorrido circular, me dispuse a marcharme.

   O al menos ése era mi propósito. Al pasar por una callejuela, cerca de Portaferrisa, me pareció oír un sonido de entrechocar de espadas que parecía proceder de la calle con la que convergía la que yo pisaba. Antes de que tuviera tiempo de pensarlo, como habría hecho la chica razonable que yo no soy, ya me encaminaba al lugar, con la mano en el pomo de mi acero. En cuando doblé la esquina, me encontré con una escena que no esperaba ver. O, mejor dicho, no esperaba ver a uno de sus protagonistas, al menos tan pronto. Cristophe se encontraba cruzando metales con dos individuos a cuál más sucio, andrajoso y, lamentablemente, enorme. Además, estaba protegiendo con su cuerpo a una mujer muy bien vestida y bastante hermosa, que parecía aterrorizada. Mi espada protestó dentro de su funda: al parecer, mi compañero le caía mejor que a mí. Así que, a pesar mío, tuve que darle gusto.

   -De verdad, Cristophe –dije con desesperación-, es que siempre tengo que hacerlo yo todo.

   Dicho esto, me planté delante de uno de los zarrapastrosos mastodontes, que para más inri estaba más borracho que un templario en domingo, y le hice una finta para atacarle a continuación. El tipejo paró, sorpresivamente, mi ataque, lo que me convenció de que había cometido el error de subestimarlo: aquellos desechos humanos era, probablemente, unos veteranos de mil batallas con la vista tan inflada de horrores de todo tipo que habían acabado convertidos en aquella cosa lamentable. Pero no por eso iba a dejar que acabaran conmigo ni con mi compañero. Así que cambié mi estrategia y decidí mostrarme mucho más sorprendida por su rápida reacción (al menos, considerando las apariencias), y bastante asustada. Mis estocadas se hicieron torpes y confusas, y concentré todas mis fuerzas en retroceder y esquivarle, como si no fuera capaz de parar el envite de su filo. Hasta que conseguí que se confiara lo suficiente como para hacer un movimiento que dejó al descubierto todo su flanco, al que, desde una guardia baja, conseguí herir con un gesto parecido al que empleaba Esclarmunda para batir los huevos. La brecha fue superficial, puesto que yo no pretendía sino que aquel patético ejemplar de ser humano dejara de tocarme los ovarios, pero el hecho me dio la oportunidad de sonreír con suficiencia y espetarle:

   -Soy Eowyn, imbécil. Sin duda has oído hablar de mí –evidentemente, no soy tan famosa, pero esperé que mi tono de voz, henchido de falsa seguridad, le convenciera-. Si quieres continuar con tu lastimosa vida, lárgate por dónde has venido a la voz de ya.

   El farol surtió efecto, y el engendro se fue como alma llevada por el diablo. Su amigo, acorralado por los golpes de Cristophe, decidió imitarle, y pronto mi compañero y yo nos quedamos con el único acompañamiento de la mujer, mirándonos con satisfacción, con aquella extraña pero emocionante conexión que se establece cuando los hermanos de armas colaboran para abatir un objetivo.

   -Mis oraciones han sido escuchadas –me agradeció él, a su manera-. Esa pareja engañaba bastante.

   -Ya me di cuenta –respondí. Miré a la mujer-. No me digas que la has encontrado… Al final va a resultar que eres algo menos tonto de lo que creía.

   Me miró con sorna.

   -Yo es que me descojono contigo, amiga. Pues sí, a pesar de tu falta de fe, mis investigaciones me llevaron hasta esta santa casa –me señaló el prostíbulo, convenientemente marcado con su carassa, ante el que nos hallábamos-. El propietario me dijo que ella no estaba disponible de momento, ya que dos caballeros habían requerido sus servicios, pero la impaciencia me pudo. Y al parecer los dignos señores no se lo tomaron demasiado bien…

   Chasqueé la lengua burlonamente.

   -Como siempre, demasiado impulsivo. Y luego me toca a mí arreglar tus desaguisados. Muy mal, Cristophe…

   -Eowyn, no me hagas hablar…

   -Eso es lo que tenemos que hacer, pero con ella –me volví hacia ella. Su expresión preocupada había ido aliviándose a lo largo de la conversión entre Cristophe y yo. Ahora me miraba casi con seguridad. Sus ojos eran apacibles, casi inocentes, y sus rasgos muy armoniosos. Era alta y fuerte, con un porte señorial acentuado por las ropas que llevaba. Calculé que debía de tener aproximadamente mi edad.

  Me dirigí a ella, intentando que mi voz sonara cortés.

  -Tenemos que hablar contigo. Te recompensaremos si tu información nos ayuda. Y no pensamos hacerte ningún daño… Nos reconoces, ¿no es así? Saliste huyendo ayer por la noche al vernos en el Palacio.

  Ella hizo una pausa, mientras me miraba de arriba abajo.

  -Pensé que ibais con ellos… No sabía que eras mujer –su entonación me pareció más culta de lo que su posición parecía atestiguar.

  –Así nací, por suerte o por desgracia. Pero ya llegará el momento de charlar de cuestiones de género. Ahora, dinos…

  Ella me interrumpió.

  -Contestaré a todas vuestras preguntas, pero no aquí. Le pedí a mi dueña que me enviara a esta casa, que también es suya. Yo estaba en la del Portal de la Boqueria. No quería que me encontraran los hombres de ayer. Pero después de lo que acaba de pasar… les llegarán rumores. Se enterarán…

  Comprendí enseguida. Algo había pasado con Esquieu y su ayudante que la había hecho temer por su vida. Por un instante, tuve la tentación de utilizarla como cebo para atraparlos. Pero aquello hubiera sido impropio incluso de alguien con mi relajada moral. Miré a Cristophe.

  -Los templarios siempre necesitan gente en el servicio, ¿verdad?

  Él asintió. La encomienda contaba con una serie de edificaciones que alojaba a personal de diferentes oficios que estaba empleada allí, entre ellas algunas mujeres, que naturalmente no se relacionaban con los hermanos. O al menos esa era la regla.

  -Ya sabes que no les suelen durar mucho los criados. Viven muy bien, pero en cuanto al tema del sueldo…

  -Pues llévala allí. Dile a Frey Pere que la necesitamos. Que la cuiden y no la hagan esforzarse demasiado. Pero que la vigilen –me dirigí a ella-. Hablaremos mañana con tranquilidad.

  Mi compañero me miró con una interrogación pintada en la cara. Me conocía lo suficientemente bien para saber que yo tramaba algo. Al final, con un atisbo de lucidez, preguntó:

  -¿Todo esto tiene que ver con la promesa?

  Yo eludí la pregunta.

  -Te espero en la Taberna del Puerto. Voy a ver qué tal está Guillaume.

  Sólo escuché el silencio ante la casa del médico. Y, conociendo a Yannick, que no dejaba de hablar ni debajo del agua, aquello no podía presagiar nada bueno. Llamé sonoramente, y me sorprendí cuando Maese Simón me abrió con una expresión alegre, aunque algo perpleja.

   -¡Eowyn! ¿Nadie te ha dicho nada?

   -¿Qué habían de decirme? –contesté, alerta.

   -Que Guillaume no está aquí. Recibió un mensaje de la encomienda y se fue hacia ella a toda prisa, con su joven amigo que siempre está tan hambriento. Y desoyendo mis recomendaciones, porque, aunque su estado es bueno, no le habría ido mal no moverse en un par de días.

   -Vaya –me sentía aliviada, pero también sorprendida. ¿Para qué habrían requerido al bretón?-. Pues voy para allá. Y gracias por todo.

   -No te olvides de venir pronto a verme –se despidió él-. Que he de hacerte el seguimiento. Y hay pocos enfermos en esta época.

   Me dirigí a la pequeña puerta lateral de la sede templaria por la que siempre entraba, por mor de la discreción. No fuera a ser que alguien adivinara que no era un mercenario contratado de sexo masculino.  Y así, me disponía a pasar ante el centinela, un tipo grandote, no sin antes saludarle, cuando éste me impidió el paso.

   -Alto ahí –me soltó-. No eres bienvenido.

   Pero ¿qué demonios le pasaba?

   -¿Estás ya chocheando o qué, idiota? ¿Es que no me conoces?

   -Te conozco perfectamente –me respondió-. Y por eso no voy a dejarte entrar.

   -No digas sandeces –intenté pasar a la fuerza, pero el guardia me cogió por la túnica, me estampó un descomunal puñetazo en la mandíbula y, antes de que pudiera recuperarme, me dio una patada en el culo para enviarme a la calle. A continuación, cerró la puerta en mis narices.

   Ahí estaba yo, con la mandíbula desencajada y tirada en el suelo ante la entrada de la encomienda, con el único consuelo de que, al menos, los templarios lo mantenían limpio. Pensé en levantarme y volver a reclamar mi paso franco, pero no podía emplear mi espada con aquel tío sin buscarme problemas con el Temple, y en un combate a puñetazos no tenía ninguna posibilidad. Entraría por la puerta principal, decidí. El portero se había vuelto loco, sin duda alguna. Ay, esta maldita neurosis de guerra que aparece cuando menos te lo esperas… Meneé la cabeza, con tristeza. Por su propio bien, tendría que dar parte.

   Y con la tranquilidad de quien tiene la razón de su lado, aunque algo apenada por las circunstancias, y con cierta inquietud que no podía desechar por más que lo intentara, enfilaba ya la calle por la que se accedía a la casa templaria por su puerta principal. Entonces, atisbé a Cristophe saliendo por ella, y vi cómo se precipitó a ir a mi encuentro en cuanto me vio. Al parecer estaba contento de volverme a ver.  No pensaba que se me podía echar de tanto de menos tras sólo unos minutos. Flaca y todo, yo debía de despertar pasiones.

   No obstante, el aspecto de Cristophe, cuando por fin llegó a mí, no parecía demasiado apasionado. Todo lo más, acalorado por la carrerilla.

   -Eowyn –me dijo, con expresión preocupada-, ven conmigo. Vamos, alejémonos de aquí.

   -Pero bueno –respondí-. ¿Qué os está pasando a todos? Primero, el centinela de la otra puerta; ahora, tú. ¿Habéis consumido alguna hierba alucinógena? Ya decía yo que tanta connivencia de los templarios con los Assasin no podía traer nada bueno.

   Y, sin embargo, yo ya sabía que aquello no pintaba nada bien. Cristophe me tiraba del brazo.

   -En la taberna te lo contaré todo. Por favor, ven.

   Me desasí, furibunda.

   -Quiero saber lo que está pasando ahora mismo. Y no pienso moverme hasta que no me lo cuentes.

   Él me miró con impotencia.

   -Y yo quiero lo mismo que tú, pero es imposible. Eowyn, los templarios te han declarado persona non grata, y no quieren verte en sus dominios. Y no hay manera de que me digan por qué.

(continuará...)