He estado varios días sin conexión a Internet en casa y sin teléfono móvil, y resulta que han sido los días más productivos del año para mi escritura. La conclusión evidente es que, ante la imposibilidad de «hacer comprobaciones» o «buscar información» (bonitos eufemismos para «perder el tiempo») en webs y redes sociales varias, no me ha quedado más remedio que escribir.
He avanzado varios miles de palabras en la novela que tengo entre manos. Ya anda por las 45.000, unas 150 páginas. Si fuera capaz de mantener este ritmo, en un par de meses la tendría acabada. Y no es que le haya dedicado jornadas de ocho horas; con un par bien invertidas es suficiente.
Supongo que no todo se reduce a la falta de distracciones, también es importante tener claro qué estás escribiendo y dónde quieres llegar. Lo cierto es que en las últimas semanas no sólo he avanzado sobre el papel, sino que mi cabeza ha estado funcionando durante las «horas libres», desencallando tramas, resolviendo dudas sobre detalles que había dejado pendientes y dibujando tanto la evolución de los personajes como el escenario al que se dirigen. Eso sí, del título, de momento, ni rastro. Como siempre, aparecerá hacia el final.
Visto el resultado, creo que a partir de ahora me voy a imponer ese par de horas diarias aislado del mundo. La escritura, lo aprendí hace tiempo, es, sobre todo, una cuestión de constancia y rutina, de sentarse ante la libreta o la pantalla cada día a la misma hora con la obligación de producir algo, aunque haya días (que los hay) en que, por mucho que busques, no hay manera de encontrar las palabras adecuadas. Si suprimimos las fuentes de distracción, la cosa se simplifica.
Acaba el año y es inevitable hacer balance. La conclusión principal es que completo otro año en el que la creación literaria ha sido constante, a pesar de que ha habido meses en que las obligaciones laborales y familiares apenas me han dejado espacio para escribir. Pero estoy satisfecho, porque, sacando de la ecuación el factor comercial (al que por ahora no tiene sentido, al menos para mí, dedicar demasiados lamentos), continúo consolidando mi carrera literaria. He acabado una nueva novela, Escapando del recuerdo, que publicaremos durante el primer trimestre de 2018 bajo el sello editorial Salto al reverso; he desencallado la novela policíaca que dejé en pausa el año pasado; he definido mis próximos proyectos (el principal, la segunda parte de Memorias de Lázaro Hunter); y he escrito un puñado de (creo que) buenos relatos.
Además, sigo ampliando la red de amigos literarios: a la familia de Salto al reverso y de la AEN – Asociación de Escritores Noveles, hay que sumar la de la PAE – Plataforma de Adictos a la Escritura y de la revista El callejón de las once esquinas.
Son amistades de calidad, de las que se retroalimentan y dan lugar a proyectos ilusionantes. Os iré hablando de ellos conforme se vayan concretando. De entrada, el que más me motiva es mi participación, a finales de abril, en el IV Congreso de Escritores de la AEN. La experiencia del congreso anterior fue memorable, así que podéis imaginar la ilusión que me hace regresar a Gijón, a aprender muchísimo, a conocer a gente interesantísima y a reencontrarme con buenos amigos a los que me une el amor por las letras. Aunque el programa está acabando de concretarse, creo que ya puedo avanzar que moderaré una mesa redonda sobre autoedición y que entrevistaré a uno de los autores independientes de más éxito comercial en el mundo, Enrique Laso. Estoy encantado.
Antes de acabar el año me espera otro acontecimiento que me hace una ilusión enorme. Mamen Gómez, La chica de los jueves, acaba de publicar su segundo libro, Bienvenido a casa —y otras formas de decirte que te quiero—, con la editorial La vocal de lis, y lo presenta el próximo jueves, 28 de diciembre, en Barcelona, en Le Standard de Gràcia a las 19.30 horas.
Como con su obra anterior, Corazón de fondant, me ha pedido que ejerza de maestro de ceremonias. En esta ocasión, además, soy autor del prólogo, así que puedo decir que un pedacito del libro me pertenece. Si estáis por la zona, os invito a que nos acompañéis. Vale la pena escuchar a Mamen, con todo ese entusiasmo que derrocha. Garantizo que habrá risas y muy buen rollo.
2017 también ha sido un año de buenas lecturas. Siempre he defendido que para mejorar como escritor es imprescindible leer todo tipo de novelas, de autores diversos. Uno aprende al leer diferentes estilos de escritura, diferentes maneras de estructurar las historias y de utilizar los recursos literarios. Incluso de los libros mal escritos se aprende, pues como lector te das cuenta de errores y vicios en los que como escritor es fácil caer.
Entre mis lecturas ha habido espacio para clásicos memorables, como Madame Bovary, de Gustave Flaubert; Colmillo blanco, de Jack London; y Extraños en un tren, de Patricia Highsmith. He revisitado algunas de las novelas que, cuando leí por primera vez, coloqué en la estantería de las imprescindibles, como Locuras de Brooklyn, de Paul Auster (maravillosa); la Trilogía de Corfú, de Gerald Durrell (deliciosa, fresca y divertida); El loro en el limonero, de Chris Stewart (desternillante); y El Silmarillion, de J.R.R. Tolkien, que en esta segunda ocasión lo he disfrutado más.
Como siempre, he reservado un espacio para los autores independientes. Empecé el año descubriendo el tesoro que es La venganza esquiva, de mi amigo Adrián Martín. También saboreé las Cosas que escribí mientras se me enfriaba el café, de Isaac Pachón, otro buen amigo; y acerté con otras dos apuestas indie: Tinta roja, de mi admirada Mercedes Pinto; y La fórmula Terradas, de Daniel Jerez. Por último, con Camino del Suelo, acabé la estupenda trilogía (publicada bajo el sello independiente Baile del Sol) El Reino de los Suelos, de Ramón Betancor, amigo, admirado hombre orquesta y referencia para cualquiera que pretenda hacer camino en el mundo editorial.
La decepción del año me la llevé con El libro de los Baltimore, del afamado y superventas Joël Dicker. Me resultó tan pesado, que abandoné la lectura antes de llegar a la mitad.
Bueno, os dejo ya, con mis mejores deseos para el nuevo año y la esperanza (no demasiado entusiasta, visto lo visto) de que seamos capaces de escucharnos más y de que escuchemos a la madre naturaleza, que no deja de gritarnos señales de alarma.
Por cierto, si queréis leer el poema de la imagen completo, Veranos de Pineta, lo tenéis aquí.