El tiempo es víctima de un otoño permanente. Cada año se presenta como un damnificado más de esa entelequia temporal que supuestamente transita del pasado hacia el futuro, y que no deja de amarillear el presente, como un otoño eterno, hasta obligarnos arrancar las hojas del calendario con que intentamos atrapar y medir su incesante e intangible transcurrir. Así, alcanzamos un diciembre que señala la última muesca en otro ciclo que contabiliza nuestra degradación y obsolescencia, nuestro irremediable peregrinar hacia la nada. Sin embargo, somos incapaces de vivir sin referenciar nuestra existencia a un comienzo y un final, seguimos relacionando el vivir con años, meses y días que cronometran un absurdo: miden tiempo, como si pudiéramos controlar la inevitable entropía a la que la materia está abocada. Diciembre es una convención que nos recuerda que, en medio del caos en temporal equilibrio consciente, sólo vivimos un otoño permanente que nos conduce a seguir arrancando hojas al almanaque sin cesar, sin sentido.