El cantaor, a punto de cumplir los 68 años, ha fallecido tras varios días en coma en una clínica madrileña, donde había ingresado la semana pasada para someterse a una operación rutinaria.
Enrique Morente ha muerto. Ese quejío postrero se le coló de improvisto, como se inmiscuía la genialidad en su voz mientras improvisaba. Se ha ido como uno de los versos que metió a compás. En un instante. El sábado 4 de diciembre entró por su propio pie en laClínica La Luz de Madrid y, paradójicamente, allí ha conocido la oscuridad definitiva. El Pijón del Albaicín de Graná, discípulo primero del jerezano Cobitos y de Juanillo el Gitano por las cuestas moriscas de su tierra, apagó su grito abismal antes de tiempo. Con 67 años. Ha muerto sin capacidad para asumirlo. Dos operaciones tal vez demasiado rápidas, una complicación tras y otra, y el final. Morente entró en el hospital por un problema en su esófago y ha terminado dejándose las entrañas en una cama de Cuidados Intensivos. Ni el cante de su Estrella al oído ni los ruegos al cielo de su esposa Aurora han bastado. El rebelde revolucionario que rehizo los cimientos del cante ha subido ya al escenario absoluto.
Enrique Morente Cotelo, humilde albaicinero que encontró la cima de su talento en el flamenco después de trabajar como peón de zapatero o como ayudante de platero, ha pasado ya al espacio de la leyenda. Y ahora más que nunca hay que recordar su ejemplo. Cómo llegó a Madrid, con apenas 20 años, para intentar comer del cante. Cómo ya entonces había logrado quitarse de encima la huella del analfabetismo leyendo novelas del Oeste. Cómo se arrimó al trianero Pepe el de la Matrona en el bar Gayango de la capital para introducirse con él en una escuela cantaora que terminaría devolviendo al lugar que merecía, la de Antonio Chacón.
Hay que contar cómo Morente se impregnó de las esencias de Valderrama, Pepe Marchena o Porrinas, pero revolucionó su estética sobre las tablas usando ropajes de rockero. Y hay que apuntarle un logro detrás de otro. El primero, su afición. A lo largo de su vida compró la discografía flamenca entera. El segundo, su inquietud. A él le debemos la idea de meter en estilos jondos las letras de grandes poetas. El primero, en su época más contestataria, fue Miguel Hernández. Pero después han venido muchos otros. Desde Cervantes a Fray Luis de León.
Sin embargo, huyendo de encasillamientos ideológicos, de la misma manera que cantó a Hernández fue de los primeros en grabar una misa
Le dedicó al más flamenco de todos los autores, su paisano Federico García Lorca, sus mayores excentricidades musicales. Puso compás andaluz a Leonard Cohen. Cantó con una banda de rock, Lagartija Nick, en los festivales flamencos. Y por seguiriya en los certámenes de rock. Sufrió las injurias de la inquisición flamenca andaluza mientras se consagraba en el tablao Zambra de Madrid. Hizo un dúo impagable con Manolo Sanlúcar por el lado opuesto al de Paco de Lucía con Camarón. Abrió todas las puertas habidas y por haber para que sus sucesores no tuvieran que pasar por lo que habían pasado sus maestros. Y como gran genio que ha sido y seguirá siendo, se enfrentó a sus propios mentores. Tal vez la anécdota con Pepe el de la Matrona lo explique todo. A él le solía escuchar el polo y la caña. Y por puro inmovilismo Enrique decidió grabar en un disco lo que él llamó la «policaña». Entonces el Matrona, fiel garante de la tradición antepasada, le recriminó tal osadía. Y Morente le contestó: «Maestro, no se enfade, que esto lo he aprendido de usted».
En efecto, el granadino ha sido un verso suelto y hasta para morirse ha elegido el estrambote. Nadie sabe aún si la actuación médica ha sido la peor crítica que jamás ha recibido. Lo cierto es que, como una seguiriya corta y doliente de las que él bordaba, su colosal figura se ha desvanecido dejando un ay demasiado hondo en el aire. Porque no ha muerto un cantaor. Ha muerto una parte clave del cante.
Vía ABC digital
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