Fe de vida
Tengo, como diría Sabina, treinta y quince, pero cambio cada año. A esta edad, los años no se cumplen igual ni suman lo mismo. Ocurre algo muy parecido a los perros y los gatos, que cada año de la madurez equivale a siete de la adolescencia, cuando el tiempo es tan vertiginoso que hay que correr todo el rato. A mis treinta y quince, no me apuro; ya no tengo prisa, claro está, no tengo ningún interés en llegar antes que nadie a ciertas partes.
Tengo justo los años que tendría Gandhi e, incluso, Bob Marley, a mi edad, pero no voy presumiendo por ahí porque es una actitud pueril y yo de eso ya no tengo ni un pelo, que cada vez que busco aquella melena rizada y abundante con las manos, me tropiezo con una suerte de ralea mustia cardada a base de espuma, -he llegado a tener los rizos tan rígidos que me he hecho heridas al poner la cabeza en la almohada-. Prefiero, sencillamente, vivir como si tuviera la edad que tengo. El problema es que a veces no sé ni cual es, yresultanormal perder la cuenta cuando juega uno con cantidadesastronómicas, así que no parece una cuestión de número.
Tengo los años suficientes para que dos bebés y medio se convirtieran de inmediato en mayores de edad y eso me hace más inmortal que de joven, cuando la edad sólo servía para que te dejaran entrar en la discoteca o comprar alcohol en la gasolinera; pura mercancía. Por eso, ahora que gozo de todo mi tiempo, ahora que frecuento mi alma más que los bares, que me persigue la parca más que mi madre, ahora sé que no hay mal que cien años dure...ni cuerpo que lo resista. He dado fe de vida de todos mis años. Y sigo viva.