Arreglábamos entonces un pilotaje derrumbado, en pleno campo austral. Era el estío. En las noches se recogían las cuadrillas y, fatigados, nos tirábamos sobre pasto o las mantas extendidas. El viento austral cargaba de rocíos la campiña en éxtasis, y sacudía nuestra carpa movediza como velamen.
Con qué extraña ternura amé en aquellos días el pedazo de lona que nos protegía, la vivienda que quería mecer nuestro sueño a la vuelta de la jornada agotadora!
Después de media noche, abría los ojos, e inmóvil, escuchaba... A mi lado, en ritmos iguales, la respiración de los hombres dormidos... Por una abertura oval de la carpa pasaba el amplio aliento de la noche en los campos... de cuando en cuando la angustiosa voz de amor de las mujeres poseídas: en intermitentes y lejanos, el alucinado croar de las ranas o el azotar de la corriente del rio contra las obras del pilotaje.
A veces, arrastrándome como una cuncuna, salía furtivamente de la carpa. Al lado afuera me tendía sobre el trébol mojado, la cabeza apretada de nostalgias, con las pupilas absortas en cualquiera constelación. La noche campesina y oceánica me mareaba, y mi vida flotaba en ella como una mariposa caída en un remanso.
Una estrella filante me llenaba de una alegría inverosímil.