Guitarra: Paco de Lucía. Segunda guitarra: Antonio Sánchez. Cante: Duquende, David de la Jacoba. Baile: El Farru. Armónica y teclado: Antonio Serrano. Bajo: Alain Pérez. Percusión: El Piraña. Lugar: Plaza de toros. Hora: 22,30. Fecha: Lunes, 16 de agosto. Aforo: Lleno.
Dentro de unos años podremos decir que estuvimos allí. La cita tenía carácter de acontecimiento histórico y cumplió con las expectativas de manera sobresaliente. Jerez no tiene nada que ver con San Francisco. No estaban McLaughlin ni Di Meola. Pero todo estaba impregnado con el olor de algo memorable, digno de recordar y remarcar en la hemeroteca mental del buen aficionado. Como aquel viernes de diciembre de hace treinta años. Al igual que el mítico Friday night in San Francisco, que muchos hemos podido revivir gracias a las grabaciones, lo del pasado lunes noche en la plaza de toros de la ciudad sonará y resonará en la cabeza para siempre. Era don Francisco Sánchez Gomes, Paco de Lucía, el que subía a tocar por primera vez a un escenario jerezano desde que se pasea por los coliseos del planeta como Dios en el Olimpo de la música. Figura adorada, icono flamenco y pope de las cien mil vueltas de tuerca a un flamenco siempre joven, siempre ávido de nuevas vibraciones e itinerarios desconocidos. Infatigable reinvención de lo ya creado y oído. Eterno retorno. Desasosiego en la lucha eterna entre el genio y su arma cargada de futuro. Expectación máxima, colas kilométricas desde horas antes. Llenazo absoluto y no hay billetes. Y fue recibido Paco con honores de superestrella pop. Jamás se vio mayor concentración de artistas por metro cuadrado. Los flashes rebotaban desde las cámaras digitales para inmortalizarle cual Cristiano o Beckham. Alguna que otra videocámara doméstica se coló para que Youtube testificase el inmortal encuentro. Los más de 5.500 espectadores reunidos entre tendidos y albero de la plaza de toros se pusieron en pie desde el minuto cero y dedicaron una ovación cerrada antes de arrancar la función que vino a simbolizar que Jerez y De Lucía, De Lucía y Jerez, ajustaban cuentas definitivamente. Cuarenta años después de aquella fugaz aparición del maestro algecireño en los premios de la Cátedra, era como si en la cuna del flamenco, que él mismo considera "la tierra de más arte", se cerrara un círculo. Era lunes noche. No una noche cualquiera. Algo de fresco en el aire y calor en el coso para recibir con cosquilleo e ilusión al guitarrista y su grupo. El duende taciturno junto a Paco, que con sólo alzar el pulgar llenaba toda la boca de la escena. Arrancó solo. Con su habitual estética de chaleco, camisa blanca, pantalón y botines negros, los acordes iniciales de Mi niño Curro rompieron en otra de sus grandes rondeñas introspectivas, Camarón. Era el preludio de una velada para la memoria. De su último disco, Cositas buenas, rescató la soleá por bulerías Antonia, una creación en la que se gustaron sus camaroneras voces de acompañamiento, el experimentado Duquende y el joven David de Jacoba. Ambos cumplieron con más que corrección. Poco a poco, el maestro fue liberándose, desprendiéndose de los nervios iniciales ante un concierto de máxima responsabilidad. A partir de ese momento, Paco fue cediendo el sitio de forma intermitente y gradual al septeto que le escoltaba para emprender un periplo por lo más granado de una prolija obra que también es una vida. Falsetas por bulerías de Río de la miel y aires de El chorruelo dieron paso a las variaciones por alegrías de Calle Munición y La Barrosa, rematada ésta por la atmósfera porteña impresa por la proverbial armónica de Antonio Serrano, que en parte ha venido a suplir con acierto la añorada flauta y saxo de Jorge Pardo. Intensa ida y vuelta en el recíproco intercambio de texturas y matices entre instrumentos. La evolución del flamenco, decía recientemente en estas páginas el de Algeciras, se basa en el matiz. Pequeños acentos y tonalidades que engrandecen, más si cabe, la bandera de creador avant-garde que ondea el algecireño. Hubo química entre el grupo con un Paco menos protagonista y más director de un ensemble que conmovió y agitó a la masa al compás del metrónomo que su sonanta representa. Su guitarra es como una gran orquesta que con sus seis cuerdas colorea y rasguea paisajes de fantasía. A veces sus notas merodean zonas escarpadas, con picados vertiginosos. O cambia de ritmo e introduce ondulaciones a base de trémolos y arpegios. Pura delicia, mucha improvisación a caballo entre el flamenco y el jazz. Sin pestañear pica de composición en composición sin que prácticamente se noten los saltos. Todo ejecutado con una facilidad (aparente) y puntillosa maestría únicamente al alcance de quien tiene tal dominio de la técnica que no la necesita para nada. Virtuosismo sin pedantería, con la sencillez y humanidad de los genios. Como aludió Manolo Sanlúcar en su día, Paco es "el mejor símbolo de lo que significa ser una estrella". Tan deidad en la destreza al sublimar su concepción artística como humano y humilde al repartir protagonismos. Su parquedad de palabra a lo largo de la noche se vio sólo interrumpida al pedir un aplauso para Moraíto y Diego del Morao: "Dos de los guitarristas más grandes que ha dado la historia y que esta noche me tienen nervioso", admitió con un semblante serio que sólo se relajaba en los pasajes individuales, a veces excesivos, que interpretaban sus músicos. Cuando es su guitarra la que habla y sentencia, para qué abrir la boca…Cerró la primera parte del espectáculo con bulerías construidas sobre la base de Volar, en las que pasó al primer plano de la acción el baile explosivo y cargado de testosterona de El Farru. Ametrallar y rematar, constantes en la saga del legendario Farruco. Al gran público esos alardes le emocionan, y se notó en los agradecidos aplausos que dedicó al bailaor sevillano. Para mí fueron pequeños descansos para que las sexagenarias manos del genio recobraran fuerzas y nuevas energías. Paco, instantes más tarde, puso de nuevo temple y equilibrio en los altibajos de Palenque, otra de esas composiciones míticas de trabajos básicos en su legado discográfico como es Sólo quiero caminar. Llegaría a continuación la revisión personal de la rítmica y bailable seguiriya Luzía, las Campanas del alba, y la fantasía arabesca que representa Zyryab, en las que, por momentos, las meteóricas pulsaciones del algecireño se rebuscaron en escalas imposibles. Estos temas se fueron engarzando con jaleos y ritmos de rumbas y tangos, que nuevamente dieron paso a la luz cenital para que Duquende, El Farru y Jacoba liberaran adrenalina. Insuperable y laberíntica melodía, por cierto, la de Zyryab, en la que el maestro se raspó un sensacional diálogo a doce cuerdas con su sobrino y prometedor segundo guitarra Antonio Sánchez. En el tramo final del concierto, más de dos horas después del arranque, una escueta y lacónica presentación de su banda para que, en unos bises precedidos de una atronadora ovación, De Lucía arreglase la eterna rumba de Entre dos aguas, en la que incluso hubo cabida para que la armónica de Serrano recrease los ecos del sabroso Buana buana king kong. Justo fin de fiesta de una noche eterna, de un recital que no terminara nunca en el recuerdo y la retina de devotos, melómanos y aficionados de toda edad y condición que un lunes noche cualquiera de agosto en Jerez vivieron una experiencia para siempre de la mano de una estrella con un aura sobrenatural.