De los grandes escritores rusos del siglo XIX, hasta ahora había leído a Fiódor Dostoyeski, Lev N. Tolstói y Antón P. Chéjov. Sus libros nunca me han defraudado y sabía que tenía pendiente acercarme (entre otros) a Iván S. Turguénev (Orel, Rusia, 1818-Bougival, Francia, 1883). Hace años tuve en casa un ejemplar de Padres e hijos. Lo compré de segunda mano, por muy poco dinero, y lo cierto es que desde el principio no me fié demasiado de aquel libro. Empecé a sospechar que la traducción no estaba hecha directamente del ruso, sino de su versión francesa (algo que ocurría, de forma frecuente en España, con la literatura rusa durante la primera mitad del siglo XX) y acabé deshaciéndome de él en otra librería de segunda mano.
Suelo estar atento al mercado de novedades editoriales, entre otras cosas porque una de mis aficiones favoritas es visitar librerías, y cada día me gusta más lo que publica la editorial Alba. Así que, cuando en 2015 esta editorial sacó una nueva traducción de Padres e hijos, lo anoté mentalmente. A principios de este verano escribí a Alba para solicitarle el libro, con la intención de comentarlo en la revista Eñe y en mi blog. Ellos, muy amablemente, me lo enviaron. Tengo en casa otros libros de Alba sin leer, que he comprado en los últimos años, pero cuando solicito un libro a una editorial y me lo mandan, trato de priorizar su lectura.
Padres e hijos fue la cuarta novela que publicó Turguénev, un escritor reconocido por la crítica y el público desde su primera obra: Relatos de un cazador.
En la introducción que escribe el traductor, Joaquín Fernández-Valdés, se nos pone al corriente del escándalo que supuso en Rusia la publicación de este libro sobre conflictos generacionales. La juventud se enfureció contra Turguénev, porque veían en Bazárov (el protagonista de la novela) una caricatura de ellos mismos; los conservadores, sin embargo, entendían que Bazárov era una peligrosa idealización del joven revolucionario.
En un viaje en tren, Turguénev conoció a un joven médico de provincias. Le impactó su personalidad, que encarnaba, según la mirada del escritor, a un nuevo prototipo de hombre que estaba surgiendo en Rusia. En este joven médico se basó para crear a Bazárov, su personaje más recordado.
La acción de Padres e hijos se sitúa en 1859. El joven Arkadi regresa a su provincia natal, después de haberse licenciado en la universidad de San Petersburgo. Su padre Nikolái Kirsánov le espera, en el camino, con los brazos abiertos. Arkadi regresa a su casa con un amigo de la universidad llamado Bazárov, que vuelve también a su hacienda familiar, y al que Arkadi ha invitado a pasar unas semanas con su familia antes de que él se reúna con la suya.
En el encuentro inicial entre estos tres personajes (un padre, un hijo y el amigo del hijo), Turguénev empieza ya a hacer uso de la ironía para hablarnos de los choques generacionales. Por ejemplo, en la primera página de la novela se nos presenta al padre, Nikolái, que espera a su hijo en el camino. Se nos dice que es «un señor de algo más de cuarenta años que salía sin sombrero, enfundado en un abrigo lleno de polvo y pantalones a cuadros». Me parece significativo ese «abrigo lleno de polvo», como si se describiera un mueble viejo de la casa, para presentar al padre.
Poco después se describe a Piotr (uno de los criados de la familia) del siguiente modo: «El criado, en el que todo revelaba que se trataba de una persona de la novísima y perfeccionada generación –el pendiente color turquesa en la oreja, el cabello abigarrado y untado de grasa, los movimientos corteses; en una palabra: todo–, echó una mirada condescendiente al camino». Esos términos, «novísima y perfeccionada generación», cuando en realidad Piotr es un personaje que mostrará, en más de un momento de la novela, síntomas de indolencia y falta de resolución, no dejan de ser irónicos.
La primera vez que Bazárov habla en la novela, para presentarse al padre de su amigo, se nos dice que lo hace «con voz apática». En la casa de su amigo, Bazárov termina discutiendo con Pável Petróvich, el hermano mayor de Nikolái Kirsánov y, por tanto, tío de Arkadi, un militar retirado y con fama de seductor en su juventud. Su defensa de los viejos valores rusos chocará con su joven invitado Bazárov, que se declara nihilista. El término no lo inventó Turguénev –leemos en el prólogo de Fernández-Valdés–, pero su uso se popularizó en Rusia a partir de la publicación de esta novela.
En la página 46, Arkadi explica a su padre y a su tío que Bazárov es un nihilista: «Todo lo valora desde un punto de vista crítico»; y «Un nihilista es una persona que no se doblega ante ninguna autoridad, que no acepta ningún principio como un dogma de fe, por mucho respeto que este principio infunda a su alrededor».
Al principio comentaba que Padres e hijos provocó una fuerte polémica en Rusia al enfrentar los puntos de vista de dos generaciones. Debemos tener en cuenta también el momento histórico en que esta novela apareció: el libro se publicó en 1862. En 1861 se había decretado la abolición de la servidumbre en Rusia. Tanto los padres de Arkadi como los de Bazárov son terratenientes y tienen siervos trabajando para ellos, en trámites de ser liberados (algunos terratenientes –la novela transcurre en 1859– no esperaron a 1861 para iniciar este proceso). Sin embargo, estos padres no parecen añorar el pasado de servidumbre de los campesinos (Turguénev siempre se mostró crítico con el sistema de servidumbre).
Nikolái, el padre de Arkadi, se siente decepcionado porque su hijo ha vuelto a la hacienda familiar con su amigo, que ejerce sobre él una gran influencia y le separa de él. Se lamenta así ante su hermano: «Hay algo que no acierto a comprender. Creo que he hecho todo lo posible para no quedarme rezagado de mi tiempo: he arreglado la situación de los campesinos y he montado una granja: ¡en la provincia hasta me llamaron «rojo» por ello! Leo, estudio y me esfuerzo en ponerme a la altura de las exigencias actuales. Y ellos dicen que mi tiempo ya ha pasado» (págs. 75-76).
Nikolái es uno de los personajes más simpáticos de la novela. Un padre que sufre porque se siente alejado de su hijo, y del que el amigo de su hijo se burla porque le gusta la música o la literatura. Bazárov, como nihilista, no siente interés ni por el arte, ni por la belleza de los paisajes, ni por el amor. Además, en la novela da varias muestras de misoginia. Aprecia la belleza de las mujeres y, aunque no queda del todo claro (al fin y al cabo esta es una novela del siglo XIX y el autor no puede ser demasiado explícito), se insinúa que no le importa mantener relaciones sexuales con ellas, aunque rechaza el matrimonio y el romanticismo. Bazárov es un empirista, un aprendiz de médico, que antes de empezar a ejercer su profesión ya afirma descreer de ella (si esta novela se hubiera escrito en los años 90 del siglo XX, Bazárov habría sido un miembro de la Generación X).
Turguénev tiene una mirada ambigua sobre su personaje: por un lado parece otorgarle algunos rasgos positivos, por ejemplo el rechazo de los convencionalismos sociales del antiguo régimen, o el hecho de sentirse cómodo conversando con los siervos a pesar de pertenecer a la clase de los señores. También es un hombre de acción y no un holgazán (un personaje clásico de la literatura rusa del siglo XIX) y cree en la modernización de Rusia por medio de la ciencia. Pero también presenta rasgos negativos: es brusco, insolente, inspira miedo incluso a sus propios padres (que aparecen como personajes entrañables, al igual que el padre de Arkadi) y no disimula su desprecio hacia las mujeres. Por eso, cuando se enamora no sabe cómo reaccionar, dolido en su amor propio por mostrarse débil y caer en el romanticismo que tanto desdeñaba.
Al igual que ocurre en la literatura francesa del siglo XIX (de la que se habla en esta novela, en la que se define el carácter de los personajes en función de su afición a leer o no novelas francesas), el narrador interviene en el texto con comentarios como este: «El señor suspiró y se sentó en un banquito. Aprovechemos para presentárselo al lector ahora que está sentado, con las piernas recogidas, mirando pensativamente a su alrededor» (pág. 17). Sin embargo, me ha parecido que en esta novela los comentarios del autor son menos intrusivos que los de las últimas novelas francesas del XIX que he leído (Rojo y negro, de Stendhal, y Las ilusiones perdidas de Balzac). De hecho, en este caso el narrador se permite, con tono irónico, no ser siempre omnisciente: «Los dos creían decir la verdad. Pero ¿decían sus palabras la verdad, toda la verdad? Ni ellos mismos lo sabían, y el autor aún menos» (pág. 245).
Como es tradicional en Alba, la traducción de Joaquín Fernández-Valdés me ha parecido estupenda. Observo que Turguénev, como ocurre en muchas de las obras fundamentales del siglo XIX, no se empeña en usar un lenguaje especialmente metafórico o adjetivado. La belleza del texto se basa en la armonía con la que se componen las escenas mostradas. Es decir, en muchos casos el autor detiene su mirada en descripciones de la naturaleza, mostrando sus conocimientos sobre árboles y pájaros (algo que Bazárov habría censurado). Asimismo, Padres e hijos es un prodigio en el tratamiento de los personajes: éstos entran y salen de las escenas con mucha soltura, y su personalidad está muy bien definida. Creo que lo mejor del siglo XIX ruso está condensado en esta novela de Turguénev, del que pienso leer más libros.
El gran Vladímir Nabókov escribió sobre este libro: «No es solo la mejor novela de Turguénev, sino una de las obras más brillantes del siglo XIX». Poco más se puede añadir.