En la foto, Olivia, con la piel bronceada y los ojos verdes saturados de color, parecía la personificación del verano. Su dentadura formaba una perfecta sonrisa de luna creciente a la que no le faltaban ni los hoyuelos. A su lado, yo encarnaba, en cambio, el invierno: cabello rubio oscuro y adustos ojos castaños, como si mi verano se hubiese desdibujado en el frío. En cierta época, había llegado a pensar que Olivia y yo éramos muy parecidas: ambas introvertidas e incapaces de sacar la nariz de los libros. Pero, con el tiempo, me había dado cuenta de que mi reclusión era voluntaria, mientras que la de Olivia se debía a una timidez exagerada. Aquel año tenía la impresión de que cuanto más tiempo pasábamos juntas, más difícil se volvía conservar nuestra amistad.
-En esta tengo cara de estúpida - opinó Olivia -. Y Rachel, de loca. Y tú, de enfadada.
Mi aspecto era el de quien no está dispuesto a aceptar un no por respuesta; rozaba la irritación. Me gustaba.