Lic. Miguel Fajardo Korea
Premio Nacional de Promoción y Difusión Cultural
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La última cifra del sol. (San José: Ediciones Andrómeda, 2006: 72), de Ligia Zúñiga Clachar es un texto plurisignificativo, temática y estéticamente hablando.
En este orbe lírico, los flujos de la sensualidad se abren para humedecer la pasión, cuando las manos palpan el tiempo o besan la tierra, cuando se cae de rodillas. Aquí, se infiere un proceso de intertextualidad con El Cantar de los Cantares, que también se retoma en Los elementos terrestres, de nuestra Eunice Odio, a quien Ligia admira y lee con devoción.
El símbolo de la hoguera-pasión “se desata, / recorre los caminos, / le da vida al silencio”, el cual se infiere como un símbolo plurisignificativo que le aporta solemnidad al recorrido amatorio. Su camino amoroso es plural y posee la vitalidad de un canto desde el yo al ustedes; desde el yo al mundo. El hablante ama al mundo, aunque dicha acción implique, acaso, la hoguera del incendio interior.
En este segundo libro, después de su libro de estreno “Cielo aparte” (1969-1989)-, lo misterioso es posible cuando “acariciamos el alma”, cuando “Cruzo la ruta señalada / del olvido / y avanzo”. Dichas propuestas son aseveraciones que cobran vida “Antes después ahora”, tres marcas deícticas en una sola conjunción, contra fronteras.
La voz lírica maneja proposiciones léxicas fundadas en 15 verbos plenos de actividad plurisignificativa: amo, arde, beso, busco, caigo, desata, deshojaré, escucho, miro, palpo, reafirmo, siento, sobrevivo, soy o viviré. Igualmente, incorpora verbos de restricción semántica en cuanto que abordan un horizonte de expectativas menos vitales: agonizo, claman, naufrago, masacran, sangro...
En este orbe lírico hay una gran preocupación por la ausencia, por lo que dejamos, por lo ido. El yo lírico equipara la ausencia con el sepulcro. Ella posibilita que los colores la reafirmen en el retorno. Todos tenemos ausencias: unas se clavan en antiguos recuerdos y no son nada más; otras se destierran en el olvido, el mejor sitio donde pueden estar.
Cabe endiñar, entonces, que hay una propuesta de conocimiento hacia el vacío, hacia la totalidad. La ausencia es estéril cuando no es trascendente. Hay ausencias enterradas en el olvido, pues no son más que intrascendencia. Hay ausencias que se mueren solas, porque jamás alcanzaron ninguna significación vivencial. Hay ausencias de tonos sepia, inscritas en la opacidad.
En este sentido, la ausencia se proyecta como lo ido sin regreso. El pasado no debe tener futuro. En muchas ocasiones, daña, revive situaciones de contexto, ata, condiciona. La vida es breve, por lo tanto, hay mucho por construir en las manos del día, en el presente cotidiano que se forja como esperanza. Hay ausencias que dañan, porque destruyen, restan confianza, desacomodan el orden de la vida que ha seguido su curso, sin estancamientos, porque la vida nunca ha esperado a nadie. La vida es movimiento, nuevas decisiones, proyectos, realidades, definiciones.
No podemos atarnos al pasado sin futuro, sobre todo, si ese pasado es intrascendente, un sueño menos, un recuerdo débil y, además, marchito. Revivir el pasado significa, en diversas circunstancias humanas, causar desajustes, crear anticuerpos en el ahora que cuenta, en la vivencia definitiva. En fin, el pasado de la ausencia debe ser un episodio sin retorno, siempre que no construya ni aporte nada relevante en la vida compartida de siempre, así ha sido desde la extensa historia de la humanidad hasta nuestros días digitalizados.
El silencio es otro de los símbolos estelares, toda vez que estremece el silencio de los días. El silencio opera como un elemento que se desdobla; su antinomia es la palabra, pero también es un espacio de espera corporal. Este planteamiento de resemantización se puebla de comienzos y finales, en una historia recurrente a prueba de siempre en la condición humana.
La palabra crística subyace en el fondo histórico de estos poemas abiertos de la autora guanacasteca. La dedicatoria a su hijo Andrés Alejandro es una fundación de afecto, igual que la escrita a su hermano Juan Gabriel y, en la misma línea, la que eterniza la memoria de sus padres. Esteban y Alejandra, sus sobrinos, ocupan un espacio estelar en su tránsito de territorio vital. En el reconocimiento por la palabra ajena, incorpora dos marcas paratextuales, en sendos epígrafes de Zulma Reyo y Eunice Odio.
En este poemario hay sitio para el contexto regional. Aquí Nicoya posee “Códices destruidos / Savia Chorotega (...) Náhuatl-origen”. Asimismo, lo observamos en “Mazos dormidos”, donde incorpora el tema aurífero desde la Sierra de Abangares donde “el alma del coligallero / arrastró sus orígenes / ante el dominio”, el de siempre, hoy disfrazado en el siglo de la modernidad, pero con los mismos propósitos de explotación.
Paralelamente, Hiroshima y Nagasaki son evocados con el dolor “La tierra bebió el silencio, / masacró el olvido. Todos quedaron muertos”. Parece mentira que en tres versos cortos se pueda sistematizar la tragedia y el dolor de miles de muertos por la insania de una minoría que detentaba el poder en ese momento. Esa condición sigue ocurriendo como un sistema kafkiano en diversas latitudes del planeta. Esos dos sustantivos propios son el paradigma del dolor, como en muchos otros sitios de la aldea global, desde el facilismo del clic de esta velocísima era digital.
“La última cifra del sol” privilegia 35 palabras que la hablante lírica incorpora con plenitud: agonía, alma, anturios, años, ausencia, caminos, caricia, carne, cielo, colores, crepúsculo, día, distancia, espera, esperanza, grito, hoguera, incendio, mar, miedo, muerte, nadie, noche, ocaso, olvido, palabra, poesía, recuerdo, sed, silencio, sol, soledad, tiempo, vida o viento. Habría que deslindar cada lexema, releerlo muchas veces y encontrarle su intensidad de campana, su tañido renovado en sus alcances lingüísticos, después de acabar cada lectura, que siempre es otra, porque como lectores nos renovamos a cada momento.
El texto consigna, en la contracubierta, tres criterios de lectura de Guadalupe Urbina, Otto Apuy y Miguel Fajardo. El diseño gráfico es de Viviana Ujueta y la dirección editorial de Alfonso Peña, de Ediciones Andrómeda. Contiene un prólogo de Otto Apuy Sirias, quien, además, aporta el hermoso acrílico “Lenguaje y memoria”, que acompaña la portada, e incluye 18 dibujos a plumilla de la muestra gráfica “Mi patria”, de su madre, la abnegada Maestra Paradigma, María del Socorro Clachar Hurtado, la recordada Tía Cocó (+).
La poesía de Ligia Zúñiga Clachar (Guanacaste, 1951) sobrevive para estar con vos, en la vida o el dolor. Su proclama es origen, respuesta telúrica para confirmar el pacto de la energía, en las manos encendidas contra la muerte de las más necesarias energías del ser humano.
Para lacoleccionistadeespejos: Ligía Zúñiga