Subí a la azotea de mi apartamento a hacer algo de ejercicio. Si escuchaba un minuto más a mi mujer la mataba. Literalmente. No paraba de quejarse, de decir que esto era un desastre, que nuestro matrimonio era un desastre, que no podía vivir en estas condiciones, que la casa se le estaba quedando pequeña, como el armario, y que yo tenía que luchar por nuestro amor. ¡Pero qué puta mierda es esa de luchar por nuestro amor! Yo me dejo los cuernos por darle un apartamento de 300m2 con terraza privada para poder hacer ejercicio y dejar de oírla.
Hacía sol aquella mañana, llevaba varios días lloviendo sin parar en Valencia, y por fin teníamos luz. Si no tenemos Fallas, al menos sol, coño, me decía mientras preparaba las pesas y el banco de abdominales. Yo soy mucho de hablar conmigo mismo. Puse la música muy fuerte porque hasta allá arriba se escuchaba llorar a mi mujer. Siempre la misma historia. Su chantaje emocional, sus lágrimas falsas para que yo me ablandase y torciera mis decisiones. Su falta de empatía por mis problemas. Ojalá se contagie, la ingresen unos días y me deje en paz. Me sentí mal cuando lo pensé. Después de cinco segundos, ya no.
Había empezado por el brazo derecho, y con poco peso, porque quería estar un buen rato machacándome, y si empezaba a lo burro me cansaría y tendría que volver a casa antes de lo previsto.
Dos luces aparecieron en el firmamento. Al principio no me di cuenta, pero después vi cómo apuntaban directamente a mi terraza. Fueron bajando de forma elegante hasta posarse encima de mis piernas. ¿Pero qué coño? pensé. Las luces eran dos pájaros metálicos, con ojos negros y picos de acero. Revoloteabana mi alrededor. Hacían que libaban flores, pero era imposible. Estaban hechos de hierro, o de chapa, o de algo de eso, porque brillaban mucho y las alas chirriaban cuando las movían. Yo no estaba asustado, buscaba en ellos alguna señal, alguna firma, porque aquellos cacharros tenían que ser propiedad de alguna compañía, tenían que ser el capricho de algún rico con apartamentos de 300m2 y terraza privada en el centro de Valencia.
No vi nada. Los bichos siguieron a lo suyo, y yo volví a lo mío. A la media hora, el más pequeño despegó y se posó en mi cabeza. Me cagó algo viscoso y verde, que me recorrió toda la calva hasta el cuello. Qué asco, por dios.
Ahora estoy en el hospital. No respiro bien. Le he consultado varias veces a los enfermeros y me han dicho que nadie ha preguntado por mí. No es posible, ella tiene que venir.