Palabras

Publicado el 02 mayo 2010 por Kotinussa

Siempre había pensado que el lenguaje servía únicamente para que nos comprendiéramos unos a otros. Por eso, pretender que personas que hablan la misma lengua elijan libremente el significado que quieren darle a una palabra o a una expresión, independientemente del significado que le otorgue el resto de personas que habla esa misma lengua, sólo nos puede llevar al cataclismo de que nadie comprenda lo que está diciendo el otro.

Evidentemente, hay personas que utilizan esa perversión del lenguaje con una finalidad muy clara y establecida de antemano, por supuesto en su beneficio. Los políticos son especialistas en ello y cada vez más también los periodistas que se convierten en sus abnegados sirvientes.

Pero no es un vicio exclusivo de los políticos. Desde que se fue extendiendo la conducta infantil a edades adultas, el ejercicio de la irresponsabilidad, el  hago lo que se me pasa por la chorla porque “mi papá lo arregla todo, todo, todo”, con frecuencia se pervierte el lenguaje para dar a entender que no existe relación entre los actos de uno y sus consecuencias, y así poder vivir alegremente sin pensar en los destrozos que vamos ocasionando a nuestro paso. En los últimos días tenemos varios ejemplos.

El médico zaragozano que fue secuestrado en la República Democrática del Congo por grupo rebelde aseguraba, en una especie de rueda de prensa, que su secuestro fue “muy mala suerte“.

Pues mire usted, no. Mala suerte puede ser que en una mañana soleada de domingo yo decida ir a Pedraza a comer un buen cordero en la Hostería y justo en ese mismo día y hora el Frente Armado Segoviano para la Independencia y la Liberación (FASIL) decida hacer su aparición en la historia colocando una bomba en la plaza del pueblo y dispersando trozos de mi cuerpo en 30 kilómetros a la redonda.

Pero irse solo a cuerpo gentil a un país donde la violación de los derechos humanos es el pan nuestro de cada día, donde en los últimos doce años han muerto más de cinco millones de personas en enfrentamientos entre ejército y diversos grupos rebeldes, donde el gobierno no tiene el menor control sobre grandes zonas del país, donde se da de forma habitual el reclutamiento forzoso de niños y niñas por parte de grupos armados y del propio ejército (Amnistía Internacional calcula que existen actualmente unos siete mil niños soldado en el país), donde el ejército tiene fama por su brutalidad y por robar, extorsionar y violar a las personas que se supone que tiene que proteger, donde sólo en 2009 fueron violadas impunemente unas ochocientas mil mujeres y niñas (hasta el punto de que un organismo de la ONU califica al país de “capital mundial de las violaciones”), y que te secuestre un grupo rebelde, no es “muy mala suerte”, es comprar todas las papeletas a la venta para ser víctima de un acto de violencia. Evidentemente, este señor también calificará de “mala suerte” el hecho de que diez y nueve personas murieran durante la operación de su liberación, y pretenderá que eso no tiene nada que ver con él y con su decisión de viajar por esos lugares.

Joan March, amigo del alpinista muerto en el Annapurna, ha declarado al diario As “No entendemos nada“.

Pues mire usted, no. Lo que resulta difícil de entender es que un alpinista experto muera subiendo una cuesta en Toledo, pero que muera durante la ascensión al pico que tiene el porcentaje de mortalidad más elevado del mundo, según creo, especialmente en el descenso después de haber hecho cumbre, no es difícil de entender, sino todo lo contrario. Que según los expertos un rescate a partir  de los 6.000 metros de altura se convierte  en algo tremendamente complicado y a la altura a la que estaba el montañero (7.500 metros) el cuerpo “se come a sí mismo”, como leí una vez, por lo que cada segundo de permanencia a esos niveles implica una disminución galopante de las posibilidades de supervivencia.

El 15 de abril una niña ecuatoriana se escapó de su casa en Vallecas, se supone que acompañada de otra que falta de su casa desde el mismo día y que pertenece a los Latin Kings. La niña desaparecida, según testimonio de sus padres, debía haberse involucrado últimamente también con esta banda, pues desde hacía algún tiempo había adoptado la costumbre de hacer el mismo saludo que ellos y se había rapado las cejas en los laterales.  Por otra parte, la niña continuaba frecuentando a esas malas amistades a pesar de que la cambiaron de instituto, no iba bien en los estudios y estaba especialmente rebelde con su madre. Esta dice que está segura de que “tienen a su hija retenida“, porque nunca había hecho una cosa así.

Pues mire usted, no. La niña se fue voluntariamente, y seis días después llamó desde Sevilla para decir que estaba bien. Probablemente, en su ignorancia, pretendía con eso convencer a su padre para que dejaran de buscarla. Y para las miles de chicas que alguna vez se han escapado de su casa siempre ha habido una primera vez, y el que no lo hubieran hecho nunca antes no se convierte en demostración fehaciente de que fuera un secuestro. Y, claro, el frecuentar malas compañías no es algo que precisamente sirva de ayuda.

Resulta demasiado fácil manipular el significado de las palabras para ocultar la responsabilidad o relación que cada persona tiene con las consecuencias de sus actos. Pero esa facilidad se acrecienta porque se lo permitimos. Porque los periodistas son demasiado cobardes para llamar a las cosas por su nombre, porque los políticos pretenden ganar votos a base de agradar a todo el mundo y para ello no resulta conveniente señalarle a uno su propia imbecilidad, porque todo el mundo prefiere creer que todo lo malo ocurre por una conjunción malvada de planetas.  O por no usar la pulserita Power Balance, por ejemplo.



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