Las manos del destino - Pablo César Pérez González
Yo solía verla, sentirla, olerla... su piel, su pelo, sus manos, sus ojos. Tan distinto todo de mí. Como si cada año que ella había vivido hubiera sido más duro, más pesado, más marcado, y hubiese dejado sus huellas en esa piel más seca, más rugosa, más porosa, en su cabello, que a veces dejaba entrever alguna cana, en esas manos a veces agrietadas, en esos ojos que no brillaban tanto, que guardaban una mezcla de amor y cansancio. En mí, en cambio, era todo nuevo: la piel suave, las manos pequeñas, los ojos llenos de vida, sorpresa, ilusión e incertidumbre. Todo en mí era frágil... en ella todo era fuerza. La rusticidad de su piel era la constancia de su blanda dureza, capaz de darlo todo en un abrazo, un beso en la frente, en las noches en vela intentando bajar la fiebre, en las largas horas de pie planchando tablas y volados, en los lavados a mano sin importar el frío, en los malabares con el dinero para comprar la comida, en los tempranos despertares para preparar los desayunos y mandarnos a la escuela, en los panes amasados y las medialunas caseras que inundaban la casa con olor a hogar, en los puntos suspensivos que puso en su vida para dedicarla a la nuestra... Sí, en ella todo era fuerza, amor, altruismo... ternura llena de fuerza, fuerza suave, cobijo. Y mientras hacía todo en pos de criar a sus cuatro hijos, yo no podía imaginarla más que en el rol de madre, como si hubiese nacido así, como si este fuese el único tiempo y el único espacio en los que hubiera transitado su vida, como si el haberse puesto en segundo lugar (o en tercero, o en cuarto) fuese lo único posible, su instinto natural. Ser mamá parecía su único estado posible, su única meta, su ambición más alta, y lo hacía con el mismo empeño y las mismas ganas cada día, desde lo más temprano de la mañana hasta lo más tarde de la noche, en un trabajo de veinticuatro horas, sin recreos ni descansos y sin ningún rédito económico. Solía enojarse, a veces, como se enojan todas las madres con sus hijos, solía pedirnos alguna colaboración en la casa y nosotros, tiernos ignorantes malagradecidos, respondíamos que ese era "SU" trabajo, que el nuestro en cambio era ir a la escuela y estudiar. Nunca pensamos en lo poco valorado que "SU" trabajo era, en que la falta de pago no solo le implicaba una falta de reconocimiento, sino también la imposibilidad de darse un gusto, un simple gusto, por mínimo que sea, y de percibirse a sí misma como un adulto independiente. Pero cuando yo veía su piel y la comparaba con la mía, pensaba que ella podía, y aún más: que ella "debía" hacer todo lo que hacía por nosotros, porque para eso Dios la había hecho más grande, más sabia, más responsable y más fuerte. Como si así hubiese nacido. Y pasó el tiempo. Al igual que mis hermanos (y gracias a ella y a mi papá) crecimos, estudiamos y cambiamos mil cosas, fuimos abriendo las alas y desplegándonos con todos los saberes que nuestros padres nos habían transmitido y permitido, al brindarnos la posibilidad de estudiar. En ese trayecto mi piel también cambió, porque los años tienen esa costumbre de dejar su huella, como mínimo, en nuestra piel. Pero yo no lo había notado, porque seguía comparando mi piel con la de ella, que siempre acumulaba más marcas, más huella, más tiempo. Por eso seguí pensando que ella podía más, que ella "debía"más, que ser mamá seguía siendo su trabajo, aunque yo fuera adulta, que esa era su vida y su única tarea, que mientras cada uno de sus hijos, vivía para sí mismo, ella debía seguir viviendo para nosotros. Y no es que no la amáramos, al contrario, cualquiera oportunidad era buena para visitarla, invadirla y rodearla. Su casa siempre tuvo forma de hogar para nosotros, aunque hoy el olor a pan sea solo un recuerdo, la tabla de planchar esté guardada y ya no sean tan tempranos sus despertares. Recién ahora, con mis 32 años y habiendo formado mi propia familia, puedo entender la grandeza de su sacrificio. Porque ahora me tocan a mí los desvelos y los tempranos despertares, y aunque no lo siento como un sacrificio, porque el amor por mi hija es más grande, tampoco puedo negar que a veces cuesta la transición del egoísmo al altruismo. Seguramente ahora será ella, mi hija, la que me crea grande, fuerte y sabia, porque nunca me verá soltar mis lágrimas por el cansancio, porque ahora es mi misión cuidar de ella y guiarla, sin importar mis miedos o mis derrotas pasadas. Y solo lo pude comprender cuando pude verla, olerla, sentirla... su piel tan suave, como de porcelana, sin ninguna marca tallada por el tiempo, los ojos llenos de brillo y la mirada inquieta, la sonrisa franca, la inocencia inmensa desbordando su alma... en cambio yo... Este es mi reconocimiento a mí mamá. Cuando somos niños solemos creer que nuestras madres son una especie de supermujeres que todo lo pueden, que no sufren cansancios ni miedos, que no quieren ni anhelan hacer nada más que ser mamás. Recién cuando nos toca a nosotras, mujeres comunes, simples e incompletas llegar a ocupar el papel de mamá, tomamos consciencia que la maternidad es un trabajo heroico en manos de mujeres comunes y corrientes. No se nace mamá, es la maternidad la que te lleva a una transformación. Por eso hoy quiero agradecer a mí mamá con estas palabras, porque a pesar de haber sido una mujer común y corriente, y además una niña de tan solo 22 años cuando decidió dedicarse a ser mi mamá, se presentó ante nuestros ojos como una súper-mujer todopoderosa. Y también quiero darle gracias a Dios, porque me permite la posibilidad de que mis palabras sean leídas y escuchadas por ella, porque sigue siendo una mamá joven que está con nosotros. Cuántas cosas te gustaría decirle a tu mamá? Alguna vez le regalaste tu reconocimiento por su tarea de madre? Te animas a escribirle tu agradecimiento?