Palabras menores

Publicado el 30 junio 2016 por Jesuscortes
Yo quisiera decir algo sobre lo que no son las películas de Cherd Songsri.
Sobre pequeños abismos que impiden que caigan en las abundantes tentaciones que las rondan. Sobre los muy conocidos esquemas que utilizan como si acabasen de descubrirlos. Sobre, en fin, esas convencionales - y nada claras para quien no las siente - diferencias con otros cines "de la inocencia".
No sabría en cambio decir gran cosa sobre lo que son, porque poco progreso he hecho poniendo palabras a lo que sentí desde la primera vez que ví su obra final, "Khang lang phap" (2001), meses antes de que abandonase Cherd este mundo en medio la indiferencia general.
Nuevos nombres copaban entonces el panorama del cine asiático, pero de él extrañamente poco se decía, a pesar de que el melodrama era uno de los géneros que volvían a interesar a cineastas jóvenes de todo el continente.
Como Stahl o LaCava, Cherd se murió demasiado pronto y además justo un momento antes de haber podido disfrutar de una oportunidad para haber podido llegar a gente que seguro lo hubiese querido sin necesidad de dirigir su pasos hacia el pasado.
A veces, con cierta benevolencia, se asume la distancia temporal que nos separa de la época fundacional del cine, que es cada vez más amplia y desconocida conforme nos alejamos de ella. Hasta hace poco era el cine mudo, dentro de nada llegará a los años 50.
En otras ocasiones, es recurrente arrogarse una superioridad cultural (que deberíamos tener que ganarnos para saber cuándo la estamos dilapidando) hacia el cine hecho en los confines de civilizaciones remotas y, sobre todo, menos modernas.
Se puede también entornar la mirada, se puede limitar la exigencia, se suele demasiadas veces hacer coleccionismo "frente" a otros cines más asequibles.
Si no se ha extendido apenas ninguna clase de aprecio por el magisterio de Cherd Songsri, quizá no haya prueba más evidente de que esa mezcla de precauciones, indulgencias y exhaustivas catalogaciones exóticas, en realidad no han fallado, más bien han ratificado su invalidez, porque, dentro del limitado conocimiento que puede tenerse de su obra, es asombroso lo sentidas y completas que son sus películas estando filmadas de una manera tan poco "derivativa" de cines entendidos como modelos superiores.
Imagino que su única obra relevante, "Plae kao" (de una fecha no tan lejana como 1977, pero a considerar en los tiempos de una cinematografía como la tailandesa), aún pudo contar con algunas "facilidades" y por eso salió para festivales.
Millones de tailandeses la amaron y varias veces ha sido rehecha desde entonces, resonando aún el eco de su historia de amor impregnada - sin copias ni adaptaciones - de un aroma añejo al Vidor de los pantanos y al mismo tiempo con el poso de films que habían sido importantes durante su época de estudiante en California, diez años atrás, films de Stanley Donen, Arthur Penn, Joshua Logan, Richard Brooks o Robert Mulligan.
"Plae kao" fue un hito popular, una película hecha para verla en plateas repletas de espectadores, llena de folklore, al principio divertida y conforme avanzaba, llena de dramatismo. Descubrirla ahora es sentirse el último espectador rezagado de lo que fue un acontecimiento, no el primero de una expedición a lo desconocido.
Esa sensación no cunde al ver las otras obras por ahora accesibles de Cherd, "Amdaeng Muen kab nai Rid", "Ruen Mayura", la ya mencionada "Khang lang phap" y el fragmento que rodó para el film colectivo "Southern winds", todas de 1993 en adelante, las cuatro últimas de su carrera, mucho más misteriosas y audaces.
Los excepcionales travellings y la narrativa esencial siguen ahí, el gusto por historias de parejas que se quieren olvidar del mundo y prefieren la tragedia a volver atrás, también, pero ya no son películas para nadie, sólo pensamientos y anhelos materializados en celuloide sobre cómo filmar aún los imposibles.
Sorprendentemente no son films "privados" sino frontales, diáfanos, en presente incluso si se sitúan en otros siglos, ni retóricos reivindicando su ímpetu ni elocuentes haciendo gala de su madurez, como suspendidos en una rara perfección ajena al tiempo.  
Los xilófonos ya no suenan tan alegres, no hay canciones, no hay filtros, pero curiosamente sí triunfos y gestas románticas sublimes. La enfermedad y la muerte parecen poca cosa, la verdad, frente a la memoria y el deseo.
De la imaginación visual, la emotividad, las bandas sonoras, los reencuadres, los intensísimos y breves flashbacks y de las lágrimas me gustaría poder hablar en otra ocasión.