Palabras, palabritas, palabrejas

Publicado el 20 mayo 2017 por Angeles

Ya saben ustedes que las palabras son como las personas en muchos aspectos. Bueno, en todos, diría yo.  Por ejemplo, hay palabras a las que conocemos muy bien, tratamos con ellas con frecuencia, y tenemos una relación de confianza con ellas. Incluso las queremos y nos enfadamos si alguien les falta al respeto.

Otras son palabras a las que sólo conocemos de vista; las reconocemos cuando las vemos pero en realidad no sabemos casi nada de ellas, de su intimidad. Es decir, de su significado.También están las palabras traicioneras, que nos hacen creer que son una cosa y luego resulta que son otra; y las que nunca nos fallan, con las que siempre podemos contar… En fin, igual que hay personas de todo tipo, hay palabras de todo tipo.
En los últimos días me he encontrado yo con dos palabras curiosas, una a la que no conocía de nada y otra a la que sólo conocía de vista. Pero  resulta que, por raras que me parecieran,  las dos tienen parientes a los que todos conocemos.
La que no conocía en absoluto es congrua. La verdad es que al verla me resultó un poco estrambótica, un poco chocante. Muy chocante, en realidad, tanto que pensé que quizá era una errata. Me sonó a una mezcla de congrio y congruencia. Algo totalmente incongruente, por cierto.Así que en seguida me puse a hacer averiguaciones sobre ella, como esas vecinas chismosillas que quieren enterarse de todo. Y así supe que no había ningún error y que congrua es la “renta mínima” que se paga a un clérigo para su subsistencia.La palabreja proviene del latin congruus, que significa “apropiado”, “adecuado”, “conveniente”, y es en realidad la mitad de la fórmula congrua portio, es decir, “la parte conveniente”.
Así que esa congrua que tanto me llamó la atención  sí tiene que ver con lo congruente y la congruencia, que no son otra cosa que “lo adecuado”.
Por el contrario, y como era de sospechar, lo que no pinta nada aquí es el congrio, porque ese pez tan feo no tiene que ver con congruus, sino con conger, que a  su vez se debe al griego gongros. Aunque, pensándolo bien, si se reparte un congrio entre varias personas, a cada uno le corresponderá también su congrua portio, ¿no? Bueno, ya me disculparán ustedes la tontería.
La otra palabra rara con la que me he encontrado en mis lecturas recientes, la que conocía de vista pero cuyo significado desconocía, es infusorio. Al verla, lo primero que me pregunté fue si tendría algo que ver con las infusiones. Pero, escarmentada por el caso del congrio, pensé que otra vez estaba dejándome llevar por la paretología, o etimología popular, esa especie de ciencia infusa que nos hace establecer relaciones incongruentes de parentesco entre determinadas palabras. Vaya: infusorio, infusión, infusa… la cosa se complica.
El caso es que el diccionario me informó de que infusoriosignifica “Célula o microorganismo que tiene cilios para su locomoción en un líquido”. O sea, un gusarapo. Así que, me dije,  mejor que no tenga nada que ver con las infusiones. Pero la cuestión es que entre la similitud de las dos palabras y que en los dos casos hay líquido por medio, el asunto se volvía muy sospechoso.Sólo me quedaba recurrir a la etimología, a la verdadera, la científica, esperando que ambas palabras no tuviesen ningún antepasado en común.

Anton van Leeuwenhoek
preparándose una infusión

Y resulta que todo empieza con el verbo fundere, que además de “fundir” significa “derramar”.  Y que de fundere se deriva infundere, que significa “verter líquido en un recipiente” y de donde proviene “infundir”. Por lo tanto, por culpa de los participios, el líquido que está “echado en un recipiente” está “infuso”, es decir, infusus,  infundido, de donde proviene la infusión. Y lo peor de todo: lo que se echa junto con el líquido (por ejemplo, las hojas de tila) es lo infusorio.Y así llegamos a  la desagradable conclusión de que el microorganismo, el gusarapo que se desplaza por el líquido elemento, y las reconfortantes bebidas de hierbas tienen un parentesco semántico irrefutable.La culpa de todo esto la tiene el científico del siglo XVII Anton van Leeuwenhoek, considerado el “padre de la microbiología”, que fue el primero en observar esos bichejos y los llamó así, infusorios, con toda congruencia, pero con un poco de mal gusto.
Y volviendo a la otra ciencia, a la infusa, ya hemos visto que también es parte de la familia, porque se refiere a un saber  infuso, es decir, infundido, o  vertido en nosotros por alguna gracia divina, como quien vierte el agua en un recipiente.
En fin, una vez más se demuestra que cualquier palabra tiene tras de sí una historia interesante, y a su alrededor una serie de conexiones que a veces resultan de lo más curioso, inesperado y sorprendente. Que las palabras se funden, se confunden y se fusionan; que se infunden y se difunden; y que su efusión y profusión es siempre congruente y adecuada.

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