Palabras para el Agua

Publicado el 28 noviembre 2016 por Alfredojramos
He aquí el texto en que se basó mi presentación del libro El agua siempre encuentra su camino, de Alejandro González Terriza, más conocido como Al59 en las redes sociales. El acto se celebró el sábado 26 en la Fundación Concha de Navalmoral de la Mata y contó con la intervención de El Grupo en Ciernes, que cantó con gran sensibilidad algunos de los poemas del libro. Aquí puede verse una referencia del acto en la prensa local. 

Alejandro durante la lectura de poemas. Foto de Minerva Talaván.


Sermón de las Nueve palabras
Aunque no estamos en semana santa ni esto es Valladolid, me ha parecido oportuno organizar mis impresiones sobre el libro de Alejandro que hoy presentamos bajo la forma de un sermón. Me acogeré, sin más explicaciones, al sentido que el término tiene en su acepción latina (donde sermo  vale por “habla”, “conversación”, “palabra”) y al uso que de él han hecho, entre otros autores, el maestro Agustín García Calvo, para considerarlo no sólo pertinente sino reconfortante. El que el sermón sea de “nueve palabras”, y no de tres o de catorce, obedece a un motivo bien preciso: nueve son las partes o estancias (habitaciones) en que se divide este libro cuya estructura Luis Alberto de Cuenca, en el muy elogioso y ajustado prólogo, define como “eneádica”.  ¿Una palabra por apartado, pues? No exactamente, aunque algo de eso hay. De igual modo que, al fondo de todo esto, con sonrisas burlonas o sólo mohosas, acaso nos estén contemplando las Nueve Musas. 1. Emboscada. Bajo su muy ligero, incluso algo escuchimizado, si bien elegante aspecto editorial, El agua siempre encuentra su camino es un libro emboscado y un libro-emboscada. Emboscado, porque al adentrarnos en él, alegres y confiados por su aparente poca espesura, y empujados por la cercanía de su lenguaje, no tardamos en percibir que tras los claros se bifurcan senderos en varias direcciones. Que los nudos en las cortezas de los árboles se multiplican. Que a las palabras comienzan a crecerles ramas tupidas. Y que algunos rincones del bosque de signos incluso resultan algo tenebrosos. Entonces nos asalta la sospecha de que el libro pueda ser una emboscada: una trampa bien urdida cuyo fin principal no ha de ser otro que capturar nuestra atención. De hecho, las nueve partes que forman la estructura del libro están estratégicamente dispuestas para lograr ese efecto. Tienen un orden de lógica narrativa que va desde las poéticas iniciales, a modo de pórtico, hasta la televisiva y algo burlona «Carta de ajuste» final, pasando por las evocaciones de la vida familiar, los juegos de la infancia, los senderos del amor y el desamor, los trazos de la canción (pop) y la tradición (folclórica), el homenaje a los maestros («los Vivientes») y un somero repaso a algunos de los más perentorios asuntos de la res publica. Fíjense hasta qué punto no será emboscado el libro, y su propuesta toda una completa emboscada, que cada una de estas partes bien podría ser un libro en sí mismas. De hecho, algunas lo son. Y da la impresión de que todas podrían haber crecido más. Estamos, sin duda, ante una obra de largo recorrido. 2. Juego. De esta palabra me ahorro el comentario. Pronunciarla tan sólo es ya poner las cartas sobre la mesa. La ilustraría de buena gana leyendo el poema o conjuro de la brujas, «Epodo». Aunque, por reflejo del naipe, me conformaré con esta copla: «Objeción sobrevenida,/ la experiencia avisa en vano:/ nadie devuelve la mano/ a quien perdió la partida»,
3. Tradición. «El país que no tenga leyendas está condenado a morir de frío. Y el país que no tenga mitos está ya muerto», escribió hace ya unas cuantas décadas Georges Dumézil. Alejandro, en su tetrárquica condición de filólogo-profesor, folclorista, músico y poeta, no sólo se nutre de algunas de las más arraigadas tradiciones de estos campos (que vienen a configurar, para entendernos, el viejo mundo humanístico), sino que quizás tenga en especial estima (o al menos eso me viene pareciendo a mí) la única verdadera ciencia exacta que existe en los terrenos del lenguaje: la etimología, con su permanente indagación en los orígenes de todas las cosas, empezando por sus nombres. La mayoría de los poemas de este libro, por no decir todos, están llenos de alusiones, más o menos explícitas, a una tradición cultural que es la de las grandes mitologías, incluidas las contemporáneas, y la de la exploración interversal (mejor que transversal) de los diferentes territorios que, como si fueran tatuajes, las palabras dibujan en nuestras conciencias. Como dijo alguna vez AGC, la poesía es solo «un caso del lenguaje y un uso musical del mismo».
4. Música.  Dice LAC en el prólogo que Alejandro demuestra poseer «un dominio absoluto de la métrica». Viniendo de quien vienen, son palabras mayores. De arte mayor. Hay en el juego compositivo del libro una actitud que se complace en mostrar una gran variedad de formas estróficas. Y así, encontramos desde sonetos de diversa tesitura hasta décimas, tercetos encadenados, bien acondicionadas liras, romances de varios ecos, e-lejías (sic), saltarines haikus, dísticos, coplas, soliloquios fechos al agustiniano modo, o una muy meritoria  aclimatación de la venerable cuaderna vía (el andariego tetrástrofo monorrimo) que suena la mar de bien en las «Coplas del 20-N», dedicadas a lamentar, si la memoria no me falla, la derrota de la izquierda en las elecciones de 2011. Coplas, por cierto, que tienen un delicado contraste en el leixaprén del «15M», atinada y pertinente, además de delicada, recuperación de una de las variantes más sensibles de la lírica medieval galaicoportuguesa. La larga sombra tutelar de Agustín García Calvo, junto a los propios mesteres del oficio de filólogo, se percibe en este gusto por la variedad estrófica. Apoyada, claro está, en un perfecto manejo rítmico que se plasma en versos de muy diferente medida, sin olvidar el clásico pero algo olvidado pentadecasílabo. Pero ojo: no se trata en ningún caso de un simple muestrario de modelos. Ni es el oficio de Alejandro el del mero versificador. Este despliegue técnico está por completo al servicio de un propósito artístico autónomo y convincente: evidenciar «la tensión dialéctica que todo poema establece entre el ritmo y el significado» (AGT). Y desde ahí dar mayor coherencia y credibilidad a esta especie de crónica vital para encarar el presente que es este libro: «Esta canción que vi temblar, eterna/ y efímera a la vez, quise traerte:/ jugar a distraerla de la muerte/ y hacerla sonreír con luz alterna/ tan sólo para ti…» (dice el primer poema, tan explícito). 5. Aprendizaje (Homenaje o Tributo). El sermón de esta palabra, como los diez mandamientos, se encierra en dos nombres, a los que el autor homenajea y recuerda con cariño y gratitud: sus dos maestros, Agustín García Calvo y Antonio Hernández Marín, Aker. Su presencia en el libro es algo más que meramente testimonial: de hecho son «los Vivientes» y de ellos irradia un poderoso haz que se extiende por todo el libro. Para mi gusto, uno de los versos más hermosos y lúcidos de «El agua…» es el endecasílabo que inicia el «Epitafio» dedicado a AGC: «Se podía comer en su memoria». En cuanto a Antonio, ¿cuándo será posible la publicación de su muy amplia e importante «Obra incógnita»?   6. Cultura-Pop & Psicodelia. Tampoco insistiré en estas dos palabras unidas en un solo concepto, por más que las considere claves como perspectivas para encuadrar el libro. Pero nos llevarían por caminos algo alejados. 7. Humor. Matizado, muchas veces contenido, el libro está cruzado de principio a fin por un sentido del humor que me atrevería a calificar de numinoso, cargado de un trasfondo no evidente a simple vista y cuya intención última puede provenir de un secreto (sagrado): tal vez sea el medio para distraernos, que no evadirnos, de la finitud, de nuestra irremediable condición de «tomas falsas», como se apunta en otro de los poemas.  Es curioso que el humor esté tan cerca del amor: la parte dedicada a los caminos de Eros es un recuento, menos mal que bienhumorado, de catástrofes sentimentales. Aunque de todo hay. 8. Entusiasmo. (Atención, spoiler: el sermón se convierte en mítin). Vivimos tiempos de bullicio y decadencia. Un profundo pesimismo, probablemente bien fundamentado, amenaza con conducirnos, si no lo estamos ya, hacia los arrabales de una nueva catástrofe. Una babel cibernáutica, robótica y crecientemente zombificada se extiende en todas direcciones y puede estar a punto de vaciar de sentido todas nuestras conversaciones, emborronando con una lluvia de códigos ilegibles de Matrix nuestro lenguaje.  En tales  circunstancias, estamos necesitados de revulsivos para no perecer. Y lo que siempre hemos llamado poesía, aunque parezca ingenuo (tal vez lo sea), se nos aparece como una corriente subterránea, una suerte de energía luminosa pero también oscura, capaz de conducir y extender la fuerza necesaria para hacer aflorar las palabras verdaderas: las palabras capaces de cumplir lo que dicen. Es legítima, imprescindible la desconfianza frente a los demagogos de muy diversa índole. Pero también es necesario desconfiar y defenderse de los chupasangres. Y, sobre todo, tener la capacidad de comprender que muy probablemente ambos son lo mismo. Frente a los populismos y popularismos hay que volver a dar un sentido más puro, como quería el poeta, a las palabras de la tribu, del pueblo (incluida, por cierto, la palabra «pueblo»). Este libro de Alejandro, desde el enunciado mismo de su título, es una apuesta en esa línea: juega, discurre, corre, en la misma dirección y con similar fuerza a la de los versos con que Octavio Paz cierra su «Piedra de Sol», donde la voz de la poesía se ve como: «un caminar de río que se curva,/ avanza, retrocede, da un rodeo/ y llega siempre:». Tal vez este sea ya el único posible entusiasmo. Y 9. Complicidad. Es la última palabra, pero también la más pertinente. Luis Alberto, en su prólogo, pone el dedo en la llama al hablar de «Poesía cómplice». A lo largo del libro la apelación a la conciencia del que lee como parte imprescindible del juego está presente en muchos poemas, incluidos, por supuesto, los amorosos, como en este «Amor exento»: «Donde se puede estar/ sino en el cruce de ambos mundos./ Mis pies en las tinieblas;/ mis labios en los tuyos». Esa “búsqueda del interlocutor”, del lector cómplice, cuya presencia es necesaria para que se cumpla el ser del poema y sean visibles, reconocibles y operativos los «trazos de la canción», es la apuesta y la propuesta de este libro que, como el agua que le da título, llega al fondo de nuestra sensibilidad y nos alegra el ánimo con la música de sus palabras inteligentes, claras, pero también abiertas al misterio.   
(Navalmoral de la Mata, 26 nov 2016)