No era tarea fácil comprimir las más de 700 páginas de la exitosa novela Palmeras en la nieve, de la oscense Luz Gabás, en un guión de cine. Ya no sólo por el gran número de páginas del aclamado best seller, sino porque en él se narran 17 años de la evolución de un país y, además, está repleta de saltos temporales, con la mitad de la historia ambientada en la mitad del siglo XX y la otra mitad a principios del XXI. Un reto en toda regla que el aclamado guionista Sergio G. Sánchez cumple satisfactoriamente. Autor del libreto de películas tan importantes como Lo imposible (J. A. Bayona, 2012) o El orfanato (J. A. Bayona, 2007), Sánchez demuestra sus tablas como guionista con una cuidada selección de los episodios más significativos -y cinematográficos- del libro, que se traduce en 163 minutos de celuloide. Aunque a algunos les pueda parecer una duración excesiva, lo cierto es que era imposible reducir más una novela llena de personajes, acontecimientos y viajes en el tiempo. Lo importante es que las dos horas y media de metraje, lejos de hacerse eternas, se consumen en un suspiro. A nivel de guión, por tanto, no hay nada que objetar a Palmeras en la nieve (Fernando González Molina, 2015), a pesar de algún que otro tramo arrítmico.
El otro punto fuerte de la película es contar en imágenes algo de lo que el cine nunca o casi nunca ha hablado: el colonialismo español en la dictadura y, más concretamente, el pasado colonial de España en Guinea ecuatorial, un tema al que Luz Gabás hincó el diente por motivos personales -la estancia de su padre en Guinea le sirvió de inspiración para escribir la novela-. La acción de Palmeras en la nieve arranca en 1953, cuando Kilian (Mario Casas) y su hermano Jacobo (Alain Hernández) abandonan la España oscura del franquismo y se trasladan a la colorida isla de Fernando Poo. Allí, en la finca Sampaka, donde se cultiva uno de los mejores cacaos del mundo, les espera su padre. La otra línea temporal de la película se ambienta en 2003, cuando Clarence (Adriana Guarte), hija y sobrina de estos hermanos, se traslada al mismo lugar después de descubrir el trozo de una misteriosa carta. A pesar del atractivo argumento y de lo bien escrita -y dialogada- que está, Palmeras en la nieve nunca termina de despegar por culpa de su actor protagonista: Mario Casas. Aquí radica el principal problema de la película.
A pesar de los esfuerzos del joven, Casas no puede desprenderse en ningún momento de su absoluta falta de expresividad y su (agudo) problema de dicción. Quitarse la camiseta y enseñar carne lo sabe hacer muy bien -en esta ocasión lo hace además en varias ocasiones, algunas de ellas de forma gratuita-, pero cuando se trata de actuar, Mario Casas no puede estar peor, algo que termina lastrando toda la película -no vale poner la misma cara en el funeral de un padre que cuando estás caminando por la selva-. Con la cantidad de buenos actores jóvenes que hay en España se me hace difícil de entender la elección de Casas como protagonista de un proyecto que le viene grande en todo momento. Las razones habría que buscarlas en que, además de ser el actor fetiche del director -recordemos que ya participó en el díptico A tres metros sobre el cielo (2010) y Tengo ganas de ti (2012)-, el nombre de Casas es sinónimo de taquillazo asegurado. El resto del reparto, eso sí, aprueban con nota, especialmente una Adriana Ugarte en plenas facultades interpretativas demostrando una vez más que es la mejor actriz de su generación -mérito que comparte con la inconmensurable Bárbara Lennie-. Ugarte devora cada plano en el que sale en pantalla, da igual que sea llorando o practicando sexo en mitad de una playa: la entrega a su personaje es brutal.
Rodada entre Gran Canarias y Colombia y producida por Atresmedia con un presupuesto de 10 millones de €, lo que la convierten en una de las cintas de habla hispana más caras de todos los tiempos, Palmeras en la nieve es un trabajo que disfrutarán los amantes de las historias épicas y las novelas de amor. No tiene el aliento épico de trabajos como Memorias de África (Sydney Pollack, 1985), ni tampoco su emoción, pero es una obra digna, perspicaz en lo visual -interesante híbrido entre localizaciones reales y unos efectos digitales realmente logrados- y en la recreación de escenarios. Y además introduce interesantes reflexiones como la necesidad de viajar para encontrarse a uno mismo y jugosos subtextos como los males del imperialismo. Solo hay una gran pregunta sin respuesta: ¿por qué se reserva únicamente para los títulos de crédito la canción nominada al Goya que Pablo Alborán compuso expresamente para la película? ¡Cuánto hubiera ganado en intensidad la película de haberla hecho sonar en momentos clave de la historia!