Enciendo los motores de una nave viajera que llevaba demasiado tiempo apagada. Rugen los motores y vibra la carrocería de mi bólido para acercarme hasta la norteña Pamplona. 200.000 habitantes, básicamente un discreto colectivo humano, una barriada cualquiera de Madrid o Barcelona. Data la ciudad del año 75 A.C y quedaría fundada en una región vascona conocida como Iruña. Por estas tierras vetustas luchaban, morían, nacían y se reproducían romanos, visigodos y musulmanes. El reino de Navarra se ganaría tal denominación en el siglo XII con la llegada del rey Sancho VI El Sabio.
Me cuelo en Pamplona a la vera del bonito parque de Yamaguchi (1997), un término con fonética nipona y diseño paisajístico de aquel país de rostros rasgados y pieles pálidas sin rastro alguno de vello corporal. Por estrafalario que me resulte así de sopetón, lo cierto es que la ciudad del Sol Naciente está hermanada con Pamplona a causa de las numerosas bondades que cosechara en aquellas tierras remotas el clérigo San Francisco Javier durante más de una década. La ciudad parece más desértica que un paisaje de Oregón o Arizona. Una muchacha de lo más dicharachera me habla de las excelencias de tres hospitales que incuban en mi mente toda suerte de maquiavélicas enfermedades imaginarias. Prefiero quedarme con la imagen de una Pamplona asfaltada de zonas verdes, pulmones vivientes que exhalan vida y ponen una tintura esmeraldina a la parte más moderna de esta urbe. Me encuentro con una estatua fea y anodina de Iñigo Arista en una rotonda nada destacable, como tampoco lo es la efigie del primer monarca del reino pamplonica. Al menos me queda el consuelo del verdor majestuoso de los parques de la calle Esquiroz y parte de la antigua Ciudadela, así como la primigenia muralla, de la cual queda un 75%.
Los primeros indicios de otros seres humanos brotan de repente a partir de la calle Conde Oliveto y Baja Navarra. La cosa se magnifica con generosidad en la céntrica y peatonal Carlos III El Noble, de quien se dice que profesaba mayor querencia vanidosa a temas hedonistas e intelectuales como la decoración, el arte o la cultura que a las grandes batallas y conquistas que suelen engrandecer el ego de emperadores, reyes y zares.
Todo el mundo circunvala, como si fuesen moscones, un conjunto escultórico taurino inmenso. La obra en bronce es de Rafael Huerta y representa una escena típica de los encierros de San Fermín. Ciertamente es de lo más fidedigna, con esos bóvidos formidables que corren tras un contingente humano de valientes o irresponsables, según se quiera interpretar.
Es curiosa, a la par que inútil, una pequeña placa metálica que advierte de la prohibición de subirse al monumento. Nadie hace el menor caso. Los astados son asediados sin descanso. Fotógrafos y modelos de todas las nacionalidades prefieren convertirse endetractores antes que en respetuosos ciudadanos. Una singularidad un tanto megalómana la pone el escultor, que se esculpe a sí mismo frente a un formidable toro bravo que parece dispuesto a pasarle por encima. Le encontrarás en la base del conjunto escultórico, en el suelo, observando un destino nada halagüeño para sus pobres y gastados huesos. Yo, que soy antitaurino declarado, sin ambages ni paliativos, observo con disgusto la tétrica, fea y sucia plaza de toros. No me entretengo ante el coso más de diez minutos. Hay un gentío incontable en la calle de la Estafeta, emblema icónico de la ciudad. Debe su nombre a que en este lugar estuvo en el siglo XIX la primera estafeta de Correos de Pamplona. Subo por la escarpada calle Curia para toparme con la imponente catedral Santa María la Real.
Se construyó entre los siglos XIV-XV en el enclave donde estuviera antes un templo románico. En el interior, presidiendo el templo, me espera ya una bonita talla románica de Santa María. Pero probablemente lo más laudable (elogioso) de la catedral sea el claustro gótico, uno de los más sublimes de España, con un fascinante conjunto escultórico. Descansan en paz en la nave central Carlos III El Noble y su esposa, Leonor de Trastámara en sendos sepulcros de Jehan de Lome. El templo de Ventura Rodríguez aúna estilos gótico y neoclásico, desdiciéndose así de sus inicios románicos allá por el siglo XIV.
Si bien la plaza de toros me tornaba un tanto adusto y desabrido, me emociona esta catedral de altaneros arcos apuntados, retablos barrocos, capiteles ornamentales y preciosas vidrieras luminosas y policromadas, muy propias de las iglesias y catedrales francesas que uno encuentra en la ribera del Loira. Gótico francés reclamando mi atención, así como una campana, la de la torre izquierda, que data del año 1584 y es la segunda más grande de España. Salgo para encontrarme con las fachadas “arco iris” de unas casas que juegan a inventar colores como si fuesen guarderías de un mundo de fantasía. Se me antoja antagonista cuando en esta zona me hablan de los restos más antiguos de Pamplona, año 700 a.c.
Fijando mi retina en las casas de colores me cuesta columbrar (descubrir) al Pompeyo de la antigua Pompaelo, término del que deriva la actual Pamplona. Hay un mirador interesante en el Baluarte del Redín, antiguas murallas, cruzando o sobrevolando el curso del río Arga. Pero para concluir esta pionera crónica pamplonica, me detengo en el precioso ayuntamiento de barroca fachada. Aquí Carlos III El Noble promulgaría el llamado Privilegio de la Unión que unificaría en 1423 las poblaciones de Navarrería, San Cernin y San Nicolás. Desde este ilustre lugar se da el chupinazo en los encierros de San Fermin.
Pero esto casi me parecen zarandajas frente a la grandiosa fachada, ornamentada con profusión, donde cohabitan dos estatuas de Hércules y una alegoría de la Fama. Más curiosidades. En la plaza del Castillo, del cual no queda ni rastro, podrás ver un elegante hotel llamado La Perla. Allí se alojó Ernest Hemingway, autor de la maravillosa novela “El viejo y el mar”. En el lado opuesto, el café Iruña, otro refugio habitual del escritor. No puedes desembarazarte alegremente de Pamplona sin admirar los restos de la ciudadela pentagonal, o sea, la fortificación amurallada del año 1571, modelo de la de Amberes a gusto de Felipe II. Si bien la imaginación es primordial para cincelar en la mente lo que fuera el mejor ejemplo renacentista español de corte militar, casi puedovislumbrar a esas tropas galas que irrumpieron como demonios allá por el 1808 para causar no pocos estragos. En 1888 son demolidos algunos de sus baluartes para darle forma a la futura renovación de la ciudad.