Tras una semana de ensueño en Capadocia, empezaba a ser hora de echarse nuevamente a la carretera: iría al parque natural de Pamukkale, al sudoeste del país; en el valle del río Menderes, en la provincia de Denizli, aguardaba una de las joyas indiscutibles de Turquía.
Mi viaje a Turquía fue una decisión súbita, no lo analicé demasiado. De repente, se me ocurrió que ya era hora de conocer Estambul y Ankara¹ (aunque a esta última no llegué); tampoco me sonaba mucho más del país, conque simplemente busqué vuelos baratos que más o menos se adecuaran a las fechas que quería y ya. Salía en dos días, saqué la guía de mi librería (colecciono guías y la de Turquía la había comprado hacía poco) y me puse a leer sobre las dos ciudades a las que, en principio, tenía pensado ir. No fue hasta haber llegado a Estambul y encontrarme con solo una noche de alojamiento disponible que pensé en confeccionar un itinerario y dejar la ciudad entre dos continentes para el final, cuando ya tendría cama en el albergue.
Así fue cómo supe de la existencia del conjunto monumental Hierápolis – Pamukkale, declarado Patrimonio de la Humanidad por la UNESCO en 1988, que aúna perfectamente la belleza de lo natural y de lo construido por el hombre. Si por una parte tenemos las ruinas de una antigua ciudad helenística (Hierápolis, situada en la cima), por otra nos admiramos ante la enorme formación calcárea de aguas termales que es Pamukkale, o castillo de algodón en turco por su disposición a modo de gran montaña blanca.
Un nuevo trayecto nocturno en autocar (esta vez de diez largas y dolorosas horas con ronquidos, corrientes de aire que amenazaban gripe inminente por mi parte y sonoro vómito recurrente incluidos en el precio) me llevaría hasta el pequeño pueblo que se ha desarrollado a los pies del parque.
A Hierápolis – Pamukkale se puede acceder por tres entradas diferentes: la entrada sur, que se encuentra a unos dos kilómetros del centro del pueblo, la entrada norte, en la vecina Karahayit (famosa por sus lujosos hoteles con balnearios), y una tercera -la que elegí-, que permite el acceso con solo recorrer la calle principal.
Antes de pasar por taquilla y desembolsar las 20 liras turcas correspondientes a una entrada de adulto, no olvidéis dar un paseo por la zona de piscinas gratuita, nada más cruzar el cartel de bienvenida, porque es una magnífica carta de presentación de lo que Pamukkale tiene que ofrecer.
En otros casos, los travertinos originan terrazas en forma de medialuna dispuestas en el tercio superior de la ladera a modo de escalones que oscilan entre uno y seis metros de altura y que contienen una capa de agua poco profunda.
Con el fin de preservar este castillo de algodón, es obligatorio recorrerlo calzado en mano, lo cual, además de un placer al entrar en contacto con las cálidas y cristalinas aguas, es una forma de enmendar las enormes negligencias pasadas. Entonces, se construyó una rampa de asfalto para acceder a la parte principal y los turistas se paseaban por el lugar con los zapatos puestos, bajaban por las laderas montados en bicis y motocicletas, y se lavaban con jabón y champú en las pozas; además, la cima se pobló de hoteles cuya construcción causó importantes daños en los restos de Hierápolis, las aguas termales de las fuentes se utilizaron para llenar las piscinas de los hoteles y se vertieron aguas residuales sobre el monumento. Una verdadera salvajada.
En este punto empieza la visita a la ciudad de Hierápolis, que explicaré en otra entrada. ¿Qué os ha parecido esta excursión blanca? Me encantará saber vuestras opiniones.
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♦ ¿SABÍAS QUE…?
¹La forma tradicional española de la capital de Turquía es Angora, aunque hoy se emplea la forma turca Ankara; no obstante, el nombre tradicional sigue presente en la denominación de diversas especies de animales, como gato, cabra o conejo de Angora, y también se denomina así la lana que se obtiene del pelo de este último animal
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