se puede ver a San Pedro y San Pablo desde lo alto apoyando al Papa
en su encuentro con el rey huno. (Museos Vaticanos, Roma)
autor: blog Agua Viva
Atila, el rey de los hunos, "el azote de Dios", avanza imparable invadiendo el norte de Italia obligando al emperador Valentiniano III a abandonar la corte de Rávena y refugiarse en Roma.
El Papa León decide ir al campamento de Atila y lo convence de no invadir Roma. ¿Qué fue lo que le dijo el Papa al rey de los hunos? Es un misterio. Se barajan varias teorías. Algunos suponen que el Papa convenció a Atila de firmar un tratado de paz por el pago de un tributo, una gran cantidad de oro. Esta teoría no se sostiene dado que Atila ya tenía al alcance de su mano la plena posesión de la fuente de la que ese oro manaba, es decir, Roma. Otros historiadores argumentan que no fue lo que le dijo el Papa al rey de los hunos lo que le hizo retroceder sino que la razón fue que se acercaba el invierno y el ejército estaba cansado y diezmado. Esta teoría tampoco se sostiene ya que Atila había avanzado mucho y estaba a las puertas de derrotar Roma (¿en la puerta del horno se quemó el pan?). En todo caso permanecerá como un misterio el diálogo entre el Papa León y Atila el Huno.
Sin embargo, encontré una versión novelesca del supuesto diálogo que no tiene desperdicio leerlo para imaginarnos la situación de desventaja del Papa ante el terrible Atila.
"El azote de Dios"
Contempla cómo se levantan unos pueblos de los cuales nunca habías oído hablar. Terribles y amenazadores, enarbolan sus antorchas guerreras y devastan la tierra. Sangre. Sangre. Sangre. Cae sobre las calles, en diminutas y temblorosas gotas. Como las gotas de la lluvia. Y los hombres, desparovidos, se ocultan como las fieras en las cuevas de los montes, temerosos del sol, suspicaces de la noche....
En los ojos del hombre que, sin expresarlo, tenía estos pensamientos, brilló una tenue luz. Se dirigió al mensajero que se hallaba, anhelante, frente a él. Todavía jadeaba su pecho. Todavía estaba inseguro en la emisión de las palabras, que acudían torpemente a sus labios. Tan torpemente como había entrado él mismo en el aposento. Sucio. Pálido. Descuidado. Oliendo a barro y a moho podrido, sobre el que había dormido las últimas noches.
El hombre al cual fue enviado, sonreía ahora.
-- No -exclamó-, la locura anda suelta por el mundo, y se apodera de los malos y de los buenos. Y cuando ataca a los buenos, entonces es todavía peor. Muchas cosas nos habían referido, pero nunca la verdad.
El mensajero quería decir algo, pero una mano le conminó a callarse.
-- No -prosiguió aquél mismo-. No la verdad, porque quisieran mentir; la mentira, porque no conocían la verdad. Un enemigo terrible, ciertamente. Un enemigo despiadado. Es cierto. Pero un hombre como todos nosotros, como tú. Como yo. Como los guardias de la puerta, que te han conducido a mi presencia. No existen demonios que edifiquen imperios terrestres. Sólo son hombres.
-- Padre Santo -pudo argüir el otro, al fin.
-- Sí; tan sólo hombres -exclamó el alto personaje nuevamente- y nos parecen terribles sólo porque en ellos no podemos distinguir al hombre. Al hombre, con sus debilidades y pasiones. Con sus virtudes y sus cargas. Donde existe la luz, existen las sombras. Pero de sombras se puede hablar sólo en tanto exista una luz.
- ¡Los hunos, Padre Santo!
El Pontífice levantó de nuevo su mano.
--Los hunos son hombres como nosotros. De otras costumbres. De otra raza.
--¡Lo que he visto, Padre Santo!
-- Lo sé -respondió el Papa, sosegadamente. Crimen, incendio, robo, opresión.
El Papa miró al suelo.
-- Lo sé -insistió reflexivo. Y añadió luego: --No hay acaso en el ejército romano crimen, incendio, robo y opresión? Roma ha sojuzgado al orbe terrestre. ¿O bien los pueblos desde el Eufrates hasta los montes Británicos, desde las olas del Océano hasta las rocas del Cáucaso, acuden voluntariamente al palacio de nuestro Emperador a ofrecer sus dádivas y tributos al Imperio Romano?
Hubo una larga pausa. Después el Papa preguntó al enviado: --¿Dónde está el rey de los hunos en este momento? El interesado respondió deprisa, con frases embrolladas. En un latín bárbaro, tan descuidado como su aspecto exterior.
-- ¡Padre Santo! El ejército de ese diablo en forma humana se ha alejado de Aquileya, saqueando y robando, después de haber aniquilado la ciudad. Estará camino de Roma.
--¿Y el emperador?
El visitante encogió los hombros. Descubríase el desdén de ese gesto, así como en las palabras que pronunció.
--El sublime Valentiniano se ha refugiado detrás de las lagunas y de los fuertes muros de la ciudad de Rávena. El juró por Jesucristo y todos los Santos, que no podía distraer un solo soldado para defender la ciudad de Roma.
--Entonces, yo defenderé Roma.
El Papa se levantó.
- ¡Padre Santo! -balbuceó el mensajero-. Padre Santo, los hunos son verdaderos diablos. ¿De dónde sacaréis soldados?
El Papa tomó de la mesa un brazalete maravillosamente trabajado. Otro molido. Esplèndida forma. Un extraño animal que nadie en Italia conocía. Una cornamenta como el ramaje de un árbol.
--¿Ves? -dijo el Papa, acercando el brazalete a los ojos del mensajero, para que éste pudiera examinarlo. Esa es una labor de los hunos. Un pueblo que realiza semejantes obras de arte -distintas de las nuestras, ciertamente-, un pueblo así debe también escuchar la palabra del Salvador, como ahora escucha las de sus guerreros, príncipes y capitanes. Quizás seamos culpables a los ojos de Dios omnipotente, por no habernos propuesto la empresa de plantar la Cruz de Cristo entre las tienas de aquellos nómadas. Por habernos figurado que no existíamos más que nosotros y nuestro Imperio en el mundo....
El Papa se interrumpió a sí mismo.
--Yo defenderé a Roma -dijo, por fin, después de una corta pausa- pero no detrás de los muros del emperador Aureliano, sino en el campamento mismo del rey de los hunos. En el campamento....
--En el campamento de Atila -añadió el mensajero en voz baja. Atila, el padrecito. Así lo llaman sus tropas godas que él conduce a los campos de batalla.
Blancas pieles cubrían el suelo de la fastuosa tienda en donde se hallaba el rey de los hunos. Las paredes interiores estaban adornadas con abigarrados tapices de ornamental dibujo. Tumulto. Disputas. El salvaje quehacer de un ejército ocioso. Con sus hogueras y juegos de dados. Con su embriaguez y sus riñas.
A través de la cortina entreabierta de la tienda se introdujo prestamente un bárbaro. Un espía. Se postró de rodillas ante su rey.
--El cortejo que hemos visto se aproxima - avisó -. ¡Dentro de poco estará ante tu tienda, señor!
El rey se volvió hacia Ildike. --¿Lo ves, hija del rey de los burgundios? Ellos me envían el mensaje de la sumisión. Nadie se atreve a oponerse a Atila...
Sin embargo, alguien se atrevía.
En el rostro del dominador de los hunos apareció el enrojecido color que todos temían, cuando oyó la voz del Papa que estaba frente a él. De pie. No postrado de rodillas o con la frente en el suelo, como solían hacerlo los enviados de los pueblos sometidos.
--¡Te lo advierto, señor de los hunos! ¡No vayas a Roma, y no entregues, como premio, la ciudad de los apóstoles Pedro y Pablo a la ira de tus salvajes guerreros! ¡Pues se halla bajo la protección de un Dios poderoso, que también es tu Dios!
Los puños de Atila se cerraron apretadamente.
--¿Dios? Atila suelta la palabra como si la escupiera ¿Quién es Dios?. --Yo soy el azote de Dios, exclama en voz alta.
--Yo soy el siervo de Dios -respondió el Papa simplemente.
¿El siervo de Dios? ¿Quién, pudiendo ser príncipe, se considera un siervo? ¿Por desprecio? ¿Por respeto? ¿Qué utilidad tiene?
-- ¿Cómo te llamas?
--Me llaman León
--¿Y qué tratamiento te dan?
Sobre los rasgos del Papa apareció una sonrisa de humildad al contestar:
--Me llaman Santo Padre
Centelleante de cólera agarró Atila los pliegues de la piel sobre la que estaba sentado.
Hablaba con el Papa en lengua latina, que dominaba con la misma perfección que la germánica.
--También a mí me llaman Padre -prosiguió el rey de los hunos- ¿Cómo te atreves a aceptar el mismo nombre que yo?
--Yo soy un padre.
--¿Acaso yo no lo soy, Padre Santo de los romanos? -Un intento de burla sonaba en sus palabras, pero se interrumpió bruscamente. Luego, un silencio absoluto.
Atila cogió la copa idspuesta para dar la bebida de la hospitalidad a los enviados del Imperio Romano y la estrelló contra el suelo.
--¡Yo también soy un padre, un padre más grande que tú!
El Papa León calló. Tranquilo. Reposado. Superior.
--¡Lo eres, rey de los hunos! Pero tú eres un padre que de sus hijos exige obediencia. Yo les pido el amor. La obediencia sigue después, por sí misma. Sin espadas. Sin armas.
--¿Y tú crees que por tus palabras desistiré de mi marcha sobre Roma? ¿Por qué razón habría de hacerlo? ¡Ningún ejército se opone hostilmente a mi camino, y es posible que no me disgustase hacerme coronar Emperador en alguna de vuestras iglesias!
Un sobresalto de temor traicionó la emoción que sentían los miembros de la Embajada de Roma. Sólo el Papa permaneció tranquilo.
--Yo soy el padre de todos los habitantes de la tierra. Aun de aquellos que no lo saben, y de aquéllos que me rehusan. ¿Crees tú, rey de los hunos, ser un hombre como yo, y que por encima de nosotros hay un Dios poderoso, que premia el bien y castiga el mal?
Atila tardó mucho tiempo en contestar. Al fin levantó el rostro.
--Yo creo en el poder de los dioses. ¿Es tu Dios verdaderamente más poderoso que todos?
--¡Es el único Dios!
Atila guardó silencio nuevamente. Ante él apareció el recuerdo de un día, en que dos de sus sacerdotes habíanse rehusado, por el miedo, a tocar una cruz que había llegado a sus manos durante el saqaueo de una ciudad.
--No quiero enemistarme con ningún Dios, cualquiera que sea. ¡Puedes regresar a Roma, Padre Santo de los cristianos! ¡Yo no entraré en la ciudad!
Los labios del Papa León intentaron expresar agradecimiento pero el príncipe de los hunos se había vuelto de espaldas.
El Papa fue recibido con estandartes e instrumentos de música al entrar en Roma. Ya había volado la noticia de la retirada de los hunos.
¿Azote de Dios?"
Los Grandes de la Iglesia
Georg Popp
Edit. Miguel Arimany S.A.
Posteriormente a San León Magno no le fue posible impedir la ocupación de Roma por los vándalos acaudillados por su rey Geiserico. La ciudad fue saqueada durante catorce días, todos sus tesoros robados, y millares de romanos y romanas transportados como prisioneros en la flota de los vándalos. Solo a la iglesia de los Santos Pedro y Pablo concedió el rey Geiserico, a ruegos del Papa, la condición de un Estado libre. Después de la retirada de los vándalos procuró el Papa, empleando todos los medios, incluso la venta de bienes de la Iglesia, disminuir los sufrimientos del pueblo romano.