Qué caramelito tenía, señores, qué caramelito. Un caramelito que, siendo otra, podría haber exprimido brillantemente y haber convertido este espacio que me dejan hoy en una columna de esas de opinión que la gente comparte sin tino en las redes, asombrados todos por mi lucidez, identificados con mis argumentos, con la ingeniosa y certera exposición del asunto que habría hecho, con mi párrafo final, provocador de un enorme aplauso espontáneo y atronador. Qué penita, señores, qué penita. Porque por mi condición (y mi falta de oficio y de vocación, puede ser) me veo siempre forzada a renunciar a las bombas informativas y dejárselas a los periodistas, a los que son capaces de armar una nota antes de que la noticia muera, a los que pueden formarse una opinión apenas levantando unos segundos la cabeza antes de enterrarla en el ordenador para exponerla ordenadamente.
Yo soy una persona de pensamiento lento, y las personas de pensamiento lento estamos incapacitadas tanto para las discusiones como para las noticias de última hora y las exclusivas. A mí se me ocurren los mejores argumentos cuando ya está todo el mundo en otra cosa y, claro, no es plan. Y miren que, como les digo, ayer lo tenía fácil y tenía dónde elegir: Los Aznar, rascándose el bolsillo para devolverle al Ayuntamiento unas clases de golf que habían recibido hace diez años con cargo al erario público (viendo la foto que acompañaba a la noticia no pude más que pensar que había dinero para la formación, pero no para el estilismo); Luego lo de Rajoy, el presidente que no preside nada, compareciendo como un cyborg en pantalla de plasma y declarando que la corrupción era cosa del pasado. Y ahí me planteé que sí, que a lo mejor Rajoy era un presidente que nos hablaba desde el futuro, como la mujer de la lejía, desde un futuro perfecto donde hacía ya muchos años que ningún juez imputaba a una infanta y ninguna fiscalía recurría a favor de la ilustre acusada (yo ni sabía que esto se pudiera hacer). Pero corría el riesgo de que ustedes, los cientos de miles de lectores que vienen a estas líneas cada quince días pensaran que lo estaba flipando y eso sí que no, que una tiene una reputación. Así que me pasé el día dando vueltas, pensando la columna perfecta, la pieza magistral que aprovechara la bola informativa, el aluvión de noticias, aderezado con la feliz casualidad (trágica para el periodismo) de que una cadena de noticias diera por cierta una noticia de un periódico humorístico (en su descargo debo decir que con la de cosas absurdas que pasan en este país a nadie debería extrañarle). Hasta que me di cuenta de que todo estaba dicho y que yo no lo iba a mejorar básicamente por dos razones: una, por mi pensamiento lento y otra, porque en realidad lo que no me podía sacar de la cabeza era la imagen de la Infanta Elena, disfrutando de su soltería, tranquilita en su casa con las patas en alto, riéndose del mundo y pensando: “Ja. Y decían que yo era la tonta”.
Elena riéndose del mundo. Diariodemallorca.es