Un artículo de Rafael Reig en el ABCD dedicado a los que leen para "aprender" y a los que creen que el buen humor se encuentra en los chistes fáciles:Si quisiéramos actualizar un diccionario de idées reçues como el de Flaubert, propondría incluir al menos tres tópicos literarios: la mejor narración contemporánea se encuentra en las series de televisión (y hasta en los videojuegos), en España no hay tradición de libros de memorias y la crítica nunca se toma en serio las novelas de humor. Los tres son más falsos que un duro de madera, aunque contengan (como todo lugar común) algo de verdad.
Acabo de leer Lucio, una novela cómica de Julián Ruiz-Bravo protagonizada por un Ignatius Reilly trasladado a Madrid, y me ha llevado a preguntarme por qué se rechaza tanto el humor: el propio John Kennedy Toole ni siquiera logró publicar su libro en vida (se suicidó en 1969 y La conjura de los necios se editó en 1980).
Siempre he creído que es el resultado, por una parte, de nuestra educación católica, que nos lleva a leer como si hiciéramos penitencia para ganar la salvación del alma; y, por otra parte, de la ética empresarial (valga la paradoja), que concibe la lectura como inversión productiva. La visión religiosa es la de las madres: todo lo que vale, cuesta. Sólo tiene valor lo que exige un esfuerzo. Cuanto más trabajo cueste terminar un libro, más rédito moral concede al (sufrido, pero discreto) lector. Si una novela es divertida hay que desconfiar de inmediato. Por otra parte, concebimos la lectura como una inversión: eso explica el éxito, por ejemplo, de la novela histórica. Cuando le preguntas a alguien por qué se traga tamaño ladrillazo, suele responder que «se aprende mucho» sobre la cultura egipcia, la Edad Media, las guerras carlistas o lo que toque: el caso es leer para «sacar provecho».
Un libro que «sólo» divierte es, por una parte, un placer pecaminoso, tan rechazable como el sexo improductivo, desligado de la procreación: puro vicio. Además es antieconómico: tirar el dinero en lugar de invertirlo. Por eso se oye a la gente decir que tal libro «no me aporta nada», como si estuviera invirtiendo en una cartera de valores que no devenga intereses. De una novela esperamos que «nos aporte» algo: información, estatus, perfección moral. Dilapidar dinero o sexo sin multiplicar el capital o la especie es en el fondo el mismo pecado. Como es pecado (venial) leer fuera del matrimonio, sin las bendiciones de la crítica, esas novelas que te hacen perder el tiempo sin devolverte dividendos de prestigio, cultura o sensibilidad.
¿Un ejemplo? El Quijote, que se hizo popular como disparate cómico, pero no gozó de ningún prestigio hasta el siglo XVIII. Hubo que convertirlo en Bonos del Tesoro, avalado por el Estado, para que pudiera ser leído como un clásico: como inversión y no por diversión.
Por supuesto que el placer requiere un esfuerzo y un aprendizaje: todo el que ha trasnochado sabe cuánto trabajo cuesta divertirse. Tampoco el placer es un valor en sí mismo: no hay duda de que uno de los espectáculos más populares (un auténtico placer para muchos, según parece) ha sido siempre una ejecución pública. Para leer por placer es necesario aprender a distinguir la broma cuartelera de la ironía, la risotada de la sonrisa, el chiste y la sal gorda del verdadero humor.
En clase suelo poner este ejemplo: si al entrar aquí me tropiezo y me caigo de culo, ¿qué hacéis vosotros? Os partís de risa, claro, porque el que me he caído he sido yo y no vosotros. Pero si veis que me he hecho daño de verdad, ya deja de haceros gracia: entonces os ponéis en mi lugar. Son las dos acciones más importantes de la inteligencia: el humor (ver las cosas desde fuera) y la compasión (verlas desde dentro). Hay que escribir y leer en estéreo, con un ojo compasivo y otro humorístico, a la vez desde dentro y desde fuera. Tenemos dos ojos precisamente para eso: para poder ver en tres dimensiones. Si nos tapamos un ojo, vemos figuras planas. El humor sin compasión acaba en chistes de paralíticos, mongólicos y maricones, como en Cela o Pérez-Reverte. La compasión sin humor conduce a la cursilada más ñoña, como en Antonio Gala. Sólo escribir o leer en estéreo, desde dentro y desde fuera, logra una novela en tres dimensiones.