Se suele repetir que lo que odias no es los lunes sino el capitalismo, y que lo que tienes no es depresión postvacacional sino una vida insatisfactoria.
Cuando todos volvemos de vacaciones a la vez en un lunes podemos aprovechar para consolarnos en la consciencia de que nuestros problemas no son propios sino comunes, lo cual siempre está bien para poder articular soluciones que lo sean también (y para recordarnos que poco tiene que ver esto con las decisiones que hemos tomado, porque el margen de maniobra era más bien estrecho), pero al final de eso queda un poso de «y qué vamos a hacer ahora que lo sabemos».
En estos tiempos en que la terapeutización se ha convertido en uno de los debates cíclicos de Internet hemos pasado del falso dilema «terapia o sindicato» al falso dilema de «cambio el contexto o cambio la actitud» como si no fueran campos de acción complementarios y, a partir de cierto punto, imprescindibles.
No me gusta mucho la simbología de la resurrección («yo le rezo a un Dios que me prometió que cuando esto acabe no habrá nada más, fue bastante ya»), pero me gustan mucho los rituales en general y me puede bastante el pensamiento mágico, igual que me puede bastante el pensamiento todo y nada.
Así que en este lunes de brotes primaverales, de nuevo trimestre, de temperaturas aceptables y muchas horas de luz, me convenzo a mí misma de que lo único que necesito es ponerme en marcha y renacer.
Como quien lleva un bullet journal me dedico a ir cumpliendo paso por paso las piezas de una rutina que me gustaría que fuera la mía: me despierto sin prisa, desayuno con calma, paseo a los perros, voy a regar, hago ejercicio, uso hidratante tras la ducha. Todas esas microtareas que cuando llegas a cierto nivel de saturación oyes cómo van clavándose en tu ataúd una tras otra, clin, clin, clin, pero sin las cuales también es complicado poner fin a la sensación de túnel.
Más de media vida odiando el conductismo para terminar resolviéndolo (casi) todo con estrategias de activación conductual.
Porque lo de que la energía ni se crea ni se destruye será verdad, pero se siente muy poco verosímil: la energía se destruye, vaya que sí (inserte plano detalle de la conversación de WhatsApp de ayer, «¿te acuerdas de cuando en la Semana Santa de 2017 creíamos que estábamos cansadas?»), y también se crea, aunque sea forzado al principio.
Es muy difícil de ver cuando te es imposible dormir en condiciones (dice Sara Torres en Lo que hay que «»Toda interpretación de la realidad es subjetiva, depende del día y del sueño que una tenga. Me lo digo habiendo descubierto ya que mi sentido trágico es directamente proporcional a la falta de descanso nocturno.») pero también es imposible dormir en condiciones cuando los días se te vuelven todos iguales, grises, aburridos y tristes y te los pasas repitiendo como una letanía esa escena de Cinco lobitos: «Mañana será un día de mierda, aita. Mañana será un día de mierda, como ayer, como antes de ayer. Mañana, aita, será un día de mierda».
Estas vacaciones he recordado que me gusta más cómo pienso cuando escribo. Que estamos todos bastante tristes y que estamos un poco menos tristes cuando estamos juntos. Que las cosas dan menos miedo cuando les da el sol.
También he descubierto que la mayoría de mis decisiones cotidianas tienen como objetivo último evitar la frustración; y es paradójico porque pensaba, de verdad, que 2023 era el año de soñar a lo grande y resulta que los momentos más grandes de 2023 han sido en los que soñaba flojito o no soñaba nada en absoluto.
Y sin embargo, aquí estamos: de lunes, de grandes propósitos, de «hoy sí que sí», de «hoy empiezo», de querer hacer en una mañana la limpieza general, la contabilidad, el inbox-zero, el batch-cooking y cualquier otra cosa que convierta los tengoqué en un reto innecesariamente ambicioso.
Lo bueno de no poder ser tu propia terapeuta es que tienes licencia para hacerlo todo al revés de como sabes que funciona. Lo malo es que esa película ya la has visto y sabes cómo acaba.
Estos meses ha sido norma el buscar el punto medio; pero después de un trimestre va tocando darse cuenta de que no está funcionando y probar una regla nueva: quizá sea el momento, simplemente, del dejar de posponerse.
Confiar en que si cada día guardas un ratito para preguntarte «qué me apetece hacer» vas a saber responderte con sinceridad y vas a darte lo que necesitas. Desprogramarte de todas esas obligaciones autoimpuestas que convierten el autocuidado en la gota que colma el vaso de tu carga mental.
Pero para eso hay que escucharse, hay que ser incorrecta, hay que decepcionar a los demás y hay que distinguir entre la persona que quieres ser y la que eres de verdad y entender que para llegar a la primera es imprescindible que la segunda siga viva, sin que la rutina siga ahogándonos.