Por qué seguir escribiendo. Para
qué novelistas en tiempos de facebook. El religioso Joaquin de Fiore ya habló
en el siglo XII del advenimiento de una edad del espíritu en la que no
existiría la guerra y las palabras y las ideas fluirían sin rozamiento de una
boca a otra, de una mente a otra, por muy distantes que estuviesen la una de la
otra. Esa edad ya ha llegado. Monjes recluidos delante de sus pantallas,
compartiendo información, emociones, alabanzas. Por qué demorar la
gratificación inmediata de un ‘me gusta’ durante un año, quizás una década,
quizás hasta nunca. Un escritor sigue siendo de algún modo un disidente. Tal
vez no renuncie a la temporalidad breve del tweet o del estado pero mantiene su creencia en el medio plazo, en un organismo
que requiere el cuidado de años, que crece y es capaz de negarnos y,
finalmente, de abandonarnos. La fulguración ingeniosa satisface el ego cuando
encuentra respuesta, pero necesitamos creer que el calendario traerá algo más
que una sucesión de instantáneas más o menos merecedoras de aplauso. No solo el
acontecimiento, también buscamos la historia. Y la historia procede y avanza a
través de demoras y ocultaciones, pero sobre todo de resonancias y
repeticiones. Un escritor sabe (debe saber) que la visibilidad absoluta y la
inmediatez desmagnetizan su palabra. El escritor es un animal de penumbra.
Puede que aparezca como conectado, es cierto, pero eso no es sino parte del
juego de la ficción. Esa lucecita verde, como el iceberg, esconde un poso de
palabras que se buscan en la sombra. Lo subitáneo gravita alrededor de una
materia oscura que, metáfora del universo, conforma el grueso de la escritura.