A partir de esas páginas veo la vida desde otro punto de vista: el del placer del sabor. Antes ya era un “bocanegra” (no tanto como mi compañero de blog Carlos Padilla) al que podían las comilonas y reuniones gastronómicas varias, pero después de esta lectura, como decía, aprecio más esos pequeños placeres grandes: el primer trago de cerveza, un vasito de vino Sansón un día de invierno, unos trocitos de carne a la brasa, el chisporroteo del agua con gas en la lengua detrás del cortado leche y leche, medio vaso de vino antes de comer, ese trocito de chocolate negro después de cenar, el tocino de la fabada, los torreznos en unas buenas “patatas” revolconas en la Rúa Mayor de Salamanca, un bocadillo de tortilla de la Garriga, unas lapas en Barranco Ruiz, un bocadillo del Calamar Bravo en el Tubo de Zaragoza, un gin tonic en cualquier bar antes de que cierre, la leche condensada en el fondo del vaso, ese trocito de pan mojado en aceite, el olor del salmorejo de la viejita, un plato de sopa caliente, la sensación del gofio escaldado pegado al paladar, los ajos refritos por encima del pobre medregal pescado esta mañana, o la brisa en la cara y los camarones sentado en la playa, mirando el océano.
Con todo eso, y como diría mi amiga virtual Yaiza Yastá ¿para qué pensar en nada más?