Alexey Zaycev
Estar muerto.
Por cuánto tiempo?
Para siempre. . .
Ellos vivieron en un poblado al sur del planeta en el último rincón del mundo, allá por los años ochenta de la era cristiana.
El pueblo que no alcanzó nunca la categoría oficial de ciudad por no contar con una cúpula de iglesia que superara los ciento veinte metros, no era más que una colonia de gente hipócrita rejuntada y exiliada de otras vecindades que aspiraban a mejorar su idiosincrasia.
La hipocresía era considerada en ese entonces como un bien común, un puntal para la supervivencia dentro de una ciudadanía poco afín a la realidad de cualquier tipo.
No había sierras, ni mares o alamedas, tampoco lagunas. El paisaje era liso y llano. Una inmensa estepa plagada de malas yerbas carcomía el caserío desde los cuatro puntos cardinales. Las calles, desprovistas de pavimento y sembradas de canto rodado, eran vías rápidas sobre las cuales rodaban grandes matas de cardos rusos en los días ventosos.
Las cien casas del lugar se encontraban armoniosamente distribuidas, cada una plantada dentro de un cuarto de manzana y rodeada de prolijos alambrados romboidales. Brillosas chapas negras formaban dos aguas y se apoyaban en paredes confeccionadas con ladrillos opacos y deslucidos. Las ventanas pequeñas orientadas hacia el oeste. Puertas de madera oscura y pesada que contaba con dos orificios: un visor y otro para la correspondencia. No es que sus habitantes escribieran muchas cartas y menos aún que tuvieran preocupación en ver quién estaba del otro lado de la misma. Sencillamente era el único modelo de puerta que hacía el carpintero del lugar.
Las mascotas de la casa dormían en los patios traseros, colocándose cerca de la puerta sólo en invierno o días de lluvia. No muy cerca de sus dueños de quienes desconfiaban a pesar de ser sus amos.
En una tierra sin ornamentos es fácil distraerse con forasteros. Estos eran identificados, catalogados y observados al primer minuto de arribo. Por lo general muchos pasaban de largo rumbo al horizonte, pero ella sembró sus anclas.
La muchacha provenía de una ciudad rodeada por sierras, en donde el sol se colaba entre las rocas para alcanzar a los edificios que no pasaban de las tres plantas, las cuadras estaban libremente parquizadas y había más plazas que antenas.
El la vio mientras ella se bajaba de su bicicleta violeta y aparcaba fuera de la bicicletería de Alfonso.
Ella no caminaba, se deslizaba.
El no caminaba, volaba. Y como un gavilán se dirigió en picada sobre tan pequeña belleza.
Lo que ocurrió después poco importa. Fueron los comienzos genéricos de cualquier historia de amor: dos seres convulsionados y obnubilados que se encandilan con el sueño de llegar a ser quien el otro desea.
Al compás del tiempo se amaron imperfectamente, tapando baches y agujeros con galletitas de miel y jengibre.
Se asentaron en una casa temporal de tejas rojas y abandonada construida en el límite de la zona urbana, en donde llenaron canteros de siemprevivas y madreselvas. Tuvieron un can que dormía en el felpudo de la puerta delantera de la casa, revestida ésta con piedras traídas de las sierras. Se fueron amuchando una bicicleta con rueditas, escaleras, rastrillos y palas, patines de cuatro rueditas, regaderas de lata y mangueras de color verde.
Una única habitación con una cama cubierta con un paño de flores estampadas, cortina con volados en la ventana del oeste. Un vehículo de cuatro ruedas y dos plazas. Un colibrí exótico que pasó el verano del ’85 en la higuera. Un álbum de fotos con recortes de sonrisas, una colección de sonidos africanos y un reloj cucú en el pasillo que iba al baño.
Un hogar sin leños, almohadones de plumas de ganso sobre el sillón.
Tuvieron mucho y todo, poco y nada.
Hasta que se mataron.
Ella lo asesinó primero. Lo dejó de mirar, de hablar, de tocar.
Lo dejó de existir, como quien deja una hoja tirada en la vereda.
Una mañana de abril se fue caminando por la calle principal sin mirar atrás, mientras intentaba sobrevivir a su propia muerte.
El intentó respirar, y como quien absorbe una bocanada de aire luego de casi ahogarse, comenzó a caminar una vida sin siquiera su recuerdo.
Nada es para siempre. O al menos eso dicen.
Y con un siempre de dudosa existencia, la muerte se transforma en un hecho limitado como la vida misma.
Ella, sin “siempres” ni “muertes” que duren, siguió renaciendo y muriendo en otros pueblos cerca del mar, a la sombra de las montañas del este.
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