Recuerdo ese 25 de noviembre de 1998 cuando nos conocimos. Estábamos celebrando el cumpleaños de mi madrina Francia, a ella le habían regalado un perrito y mi mamá y yo estábamos encantadas con él, y fue una de las asistentes de las fiesta que nos dijo que volteáramos al mueble y te viéramos. No nos habíamos dado cuenta que estabas allí, eras mínima, y lo más cómico fue cuando te pusieron en el piso, de broma te veíamos. Nos dijeron que te estaban vendiendo porque no podían cuidarte, que si estábamos interesadas te podíamos llevar de una vez. Yo nunca había pensado en un perrito, pero cuando me dieron la opción se me iluminaron los ojos, le pregunté a mi mamá y le prometí que te limpiaría, te daría comida, te bañaría y todas esas cosas que al final terminan haciendo los padres. Mi mami aceptó y te llevamos a la casa, ¡no lo podía creer! Tenías apenas tres meses, una bebecita, eras hermosa y tus dientes eran pequeñitos, te adaptaste rápido a nuestra familia. Mi mami y yo sólo te dábamos tu perrarina, pero mi abuela te daba todas esas cosas que no podías comer, pero que te encantaban y por eso siempre andabas detrás de ella. Recuerdo la primera vez que me mostraste los dientecitos, me asusté muchísimo, pero más me asustó pensar que si le decía a mi mamá lo que había pasado, te regalara y no te volviéramos a ver, por eso lo oculté, aunque no faltó mucho tiempo para que le mostraras los dientes a otros y te ganaras la fama por la que todos te conocían.
Por tus dientes pasaron las manos de muchos, los zapatos de otros, mi nariz, tus cojines, Andreina, mi mamá, mi abuela, la escoba, Edgar el vecino, mi tía, el coleto. No te gustaba que te molestaran cuando ya estabas durmiendo ni tampoco cuando comías. Siempre pienso que nosotras no te entrenamos y que por eso eras así, pero también eras muy nerviosa, pequeñita y tan inocente, que pensarías que algo te pasaría. Dormías en el patiecito de nuestra casa anterior, hacías un nidito con tus periódicos, porque destrozabas todas las camitas que te dábamos, y allí te acostabas. Los fines de semana corrías en las mañanas a mi cuarto y abrías la puerta y te montabas en la cama, era nuestra costumbre. Cuando nos mudamos de casa, te dejamos un tiempo con mi abuela y mi tía, que estaban tristes porque su perrita se había ido. Estuvimos sin ti como dos meses, hasta que decidimos llevarte a la nueva casa, a la que te acostumbraste en un instante. Tenías una ventana grande para ver a la calle y pasabas horas sentada allí viendo a la gente y los carros pasar. Poco a poco, te volviste famosa en el edificio, la perrita que lloraba mucho cuando veía llegar a sus dueñas por la ventana, y que ladraba como loca si veía algo extraño. Cuando me fui a Indonesia, te dejé haciéndole compañía a mi mami, y fuiste siempre leal y fiel, le diste todo el amor que ella necesitaba cuando yo no estaba allí. Luego cuando volví a Venezuela, me recibiste con el mismo cariño de siempre, brincaste y lloraste porque no me habías olvidado. Pero sí habías cambiado, tus ojitos se llenaron de una nube blanca, nacieron canas por todo tu cuerpo y había que gritarte para que nos escucharas. Pero con todo y eso seguías corriendo, montándote en los muebles, en la cama, y fastidiando a Andreina. Nunca olvidaré el día que llegué a la casa y mientras me bajaba del carro, un hombre intentó robarme, yo grité y la única que me sintió fuiste tú, que corriste a ver qué pasaba y alertaste a mi mamá y a mi prima, que se asomaron a la ventana y espantaron al tipo. Fuiste mi heroína, mi pequeña perrita. Recuerdo que en las noches cuando sentías que se apagaban las luces, ibas silenciosamente hasta el cuarto y te montabas en la cama, te sentabas y te quedabas tranquila para que nadie se diera cuenta, luego poco a poco te metías entre mis sábanas y te dormías conmigo, algo que no entiendo como te gustaba si yo lo que hacía era aplastarte. Todo el mundo se metía contigo, que eras muy pequeña, que no eras buena, la perrita del demonio, la ratica. Pero todos sabían de ti, asustabas a todo el mundo, no importaba el tamaño, eso te tenía sin cuidado, total, las que te tenían que querer, ya lo hacían y muchísimo. Te amaban. Yo creo que odiabas ir a La Victoria, no te gustaba porque no podías ser libre, si te dejábamos suelta peleabas con Canela y te podías escapar, como lo hiciste esa vez, que angustiaste a mi mamá y que al final del día apareciste en casa de una vecina. Cuando me vine para Estados Unidos, sabía que estabas viejita, pero tenía la esperanza de volver a verte. Dicen que los perritos como tú duran hasta veinte años, y no lo dudo, pero tampoco tuve la oportunidad de saberlo. Te fuiste silenciosamente, metiste la nariz en donde no debías y comiste lo que te encontraste. Me enteré un día después, mi pobre mami no sabía como decírmelo. Sé que no sufriste y que todo fue muy rápido porque tu cuerpo tan pequeño no aguantó. Pero no me dejaste verte otra vez, acariciarte, jugar contigo, que me mordieras, que movieras la cola, que ladraras y fastidiaras a Andreina. Aunque sí me dejaste maravillosos recuerdos de estos catorce años, me diste todo el amor que pudiste, nos acompañaste en las alegrías y en las tristezas, y eso nunca lo olvidaré. Gracias, gracias, gracias perrita tonta.