La primera escena de Paraíso: Fe (Paradies: Glaube, Austria-Alemania-Francia, 2012), segunda parte de la "paradisíaca" trilogía deprimente dirigida por Ulrich Siedl (después de Paraíso: Amor/2012 y antes de Paraíso: Esperanza/2013, aún inédita en México), nos ubica de inmediato en el tono dramático y el estilo visual que prevalecerá en el resto del filme. Anna Maria (Maria Hofstätter), una solitaria mujer de mediana edad, se hinca frente a un crucifijo que tiene en la pared, se quita el vestido, toma un látigo que tiene por ahí a la mano y, pidiéndole perdón al Redentor, procede a flagelarse una y otra vez. El encuadre es perfectamente simétrico y la cámara de Edward Lachman y Wolfgang Thaler, impasible, nos muestra la acción en un inmóvil plano total. Esta será la puesta en imágenes dominante a lo largo del filme: planos medio y/o alejados individuales o de conjunto, ausencia de close-ups, distanciamiento clínico que deja el juicio al divertido/horrorizado/exasperado espectador.Anna Maria está de vacaciones pero, a diferencia de su hermana Teresa (Margarete Tiesel), que se embarcó en un frustrado viaje de turismo sexual a Kenya en Paraíso: Amor, ella se queda en Austria a hacer labor evangélica por los barrios de Viena. Es decir, se dedica a tratar de convertir al catolicismo a quien le abra la puerta, sea una familia de imigrantes que no hablan alemán, una joven rusa alcoholizada, un viejo balbuciante en calzones o una muy articulada pareja de ancianos que se indignan cuando Anna los conmina a que dejen de vivir en pecado mortal (y es que, aunque el hombre es viudo, la mujer es divorciada y, por supuesto, no está casada por la iglesia con su nuevo marido). Todos estos retos los toma Anna con estoicismo cristiano, con extrema paciencia, sin chistar cuando la corren o hasta la golpean. Ella está preparada para eso y para más, pues además de flagelarse se coloca un cilicio para mortificarse más aún la carne y hasta recorre toda su espaciosa casa hincada y rezando durante varios minutos. Sin embargo, el Salvador le tenía una prueba mayor: cierto día que ella regresa de su labor misionera, encuentra que su paraplégico marido musulmán Nabil (Nabil Saleh) ha regresado a vivir con ella después de un lapso de dos años.Como de costumbre en el caso de Seidl, sabemos poco -o casi nada- del pasado de sus personajes: todos viven en ese presente del que somos testigos. En algún momento sabremos que Nabil sufrió un accidente, que durante esos dos años estuvo viviendo con su familia y que ese mismo percance ¿automovilístico? provocó que Anna Maria empezara a practicar el catolicismo de la manera en la que lo hace. Pero no más. Lo cierto es que Nabil ha regresado y pretende ser tratado como el marido que es: quiere respeto, cariño, comida en la mesa, calor en la cama. Pero Anna Maria tiene ojos -y manos y cuerpo- solo para Jesús, como queda claro en cierta escena más obvia que escandalosa. El duelo entre marido y mujer pasa de la comedia del absurdo -él tumbándole los crucificos de las paredes y tomándose una chela frente a la foto del Papa Ratzinger- al melodrama misántropo -la mujer le quita la silla de ruedas al marido, él se arrastra insultándola por toda la casa- y de regreso, hasta llegar a un desenlace abrupto pero lógico, pues el Dios de Anna Maria vaya que es demandante y exigente, aunque al final siempre este ahí, listo para recibir otra decepción más de sus fieles creyentes. ¿No se trata de eso el cristianismo?
La primera escena de Paraíso: Fe (Paradies: Glaube, Austria-Alemania-Francia, 2012), segunda parte de la "paradisíaca" trilogía deprimente dirigida por Ulrich Siedl (después de Paraíso: Amor/2012 y antes de Paraíso: Esperanza/2013, aún inédita en México), nos ubica de inmediato en el tono dramático y el estilo visual que prevalecerá en el resto del filme. Anna Maria (Maria Hofstätter), una solitaria mujer de mediana edad, se hinca frente a un crucifijo que tiene en la pared, se quita el vestido, toma un látigo que tiene por ahí a la mano y, pidiéndole perdón al Redentor, procede a flagelarse una y otra vez. El encuadre es perfectamente simétrico y la cámara de Edward Lachman y Wolfgang Thaler, impasible, nos muestra la acción en un inmóvil plano total. Esta será la puesta en imágenes dominante a lo largo del filme: planos medio y/o alejados individuales o de conjunto, ausencia de close-ups, distanciamiento clínico que deja el juicio al divertido/horrorizado/exasperado espectador.Anna Maria está de vacaciones pero, a diferencia de su hermana Teresa (Margarete Tiesel), que se embarcó en un frustrado viaje de turismo sexual a Kenya en Paraíso: Amor, ella se queda en Austria a hacer labor evangélica por los barrios de Viena. Es decir, se dedica a tratar de convertir al catolicismo a quien le abra la puerta, sea una familia de imigrantes que no hablan alemán, una joven rusa alcoholizada, un viejo balbuciante en calzones o una muy articulada pareja de ancianos que se indignan cuando Anna los conmina a que dejen de vivir en pecado mortal (y es que, aunque el hombre es viudo, la mujer es divorciada y, por supuesto, no está casada por la iglesia con su nuevo marido). Todos estos retos los toma Anna con estoicismo cristiano, con extrema paciencia, sin chistar cuando la corren o hasta la golpean. Ella está preparada para eso y para más, pues además de flagelarse se coloca un cilicio para mortificarse más aún la carne y hasta recorre toda su espaciosa casa hincada y rezando durante varios minutos. Sin embargo, el Salvador le tenía una prueba mayor: cierto día que ella regresa de su labor misionera, encuentra que su paraplégico marido musulmán Nabil (Nabil Saleh) ha regresado a vivir con ella después de un lapso de dos años.Como de costumbre en el caso de Seidl, sabemos poco -o casi nada- del pasado de sus personajes: todos viven en ese presente del que somos testigos. En algún momento sabremos que Nabil sufrió un accidente, que durante esos dos años estuvo viviendo con su familia y que ese mismo percance ¿automovilístico? provocó que Anna Maria empezara a practicar el catolicismo de la manera en la que lo hace. Pero no más. Lo cierto es que Nabil ha regresado y pretende ser tratado como el marido que es: quiere respeto, cariño, comida en la mesa, calor en la cama. Pero Anna Maria tiene ojos -y manos y cuerpo- solo para Jesús, como queda claro en cierta escena más obvia que escandalosa. El duelo entre marido y mujer pasa de la comedia del absurdo -él tumbándole los crucificos de las paredes y tomándose una chela frente a la foto del Papa Ratzinger- al melodrama misántropo -la mujer le quita la silla de ruedas al marido, él se arrastra insultándola por toda la casa- y de regreso, hasta llegar a un desenlace abrupto pero lógico, pues el Dios de Anna Maria vaya que es demandante y exigente, aunque al final siempre este ahí, listo para recibir otra decepción más de sus fieles creyentes. ¿No se trata de eso el cristianismo?