Paramilitarismo urbano

Publicado el 24 noviembre 2019 por Solano @Solano

Joaquín leyó el mensaje en WhatsApp y se le transformó el rostro. Levantó la cabeza y advirtió que su esposa lo miraba perpleja. “Se están metiendo a los conjuntos”, le anticipó él. Volvió a clavar la vista en su pantalla y los mensajes en los diferentes grupos repetían la misma historia, una y otra vez. Una hora más tarde, estaba en el primer turno de guardia que él y sus vecinos organizaron para apoyar al vigilante del Conjunto. Sacó del baúl de su carro la cruceta para cambiar las llantas en los pinchazos; otros vecinos se habían parapetado de palos y varillas de todos los tamaños. Uno más sacó un machete pero dijo que con gusto él y otros vecinos podrían hacer el turno de dos a cuatro de la mañana. Sí, ya había turnos que iban de la media noche a las dos de la mañana y de dos, a cuatro. Dependiendo de “cómo evolucionen las cosas”, se armaría otro de cuatro a seis. Termos de tinto hirviendo pasaban de mano en mano. A la noche siguiente, Joaquín y sus vecinos se reunieron en el salón comunal a las seis de la tarde. La primera conclusión a la que llegó Joaquín, secundado por otros de los líderes, es que se harían matar si fuera necesario por salvar a sus mujeres y a sus hijos. Todos asintieron sin necesidad de cavilar. Doña Martha, que siempre es la acuciosa vecina que tiene experiencia en organizar bazares y pedir cuotas extraordinarias para arreglar el parque de los niños, se ofreció a crear un grupo en WhatsApp para “estar alertas y comunicados”, y agregó a todos los vecinos asistentes y también a lo ausentes. Lo abrió ahí mismo y lo bautizó con decidida y premonitoria determinación: “Defensa del Barrio”. Arley, uno de los vecinos que estaba que hablaba y con delgada paciencia había esperado su turno para participar, soltó la perla que detonaría el comienzo del fin: “¡A punta de palitos no vamos a hacer es nada! Aquí lo que toca es organizarnos de verdad. Yo tengo un ‘tote’ y si me toca usarlo, no me va a temblar la mano. Toca que ustedes se consigan uno, también”. Unos se miraron con sospecha entre sí, con un tibio asomo de duda, pero la mayoría asintió y aprobó. Una semana después, las noticias de vandalismo en el centro de la ciudad seguían en las noticias de los medios y en las redes sociales; y las alertas de más grupos invasores de conjuntos residenciales continuaban llegando a todos los vecinos. Doña Martha, sin ningún recato evitó la fastidiosa tarea de la curaduría de los contenidos y los compartía en ‘Defensa del Barrio’. Sus historias de terror hablaban de camiones de vándalos, de hordas de venezolanos pagados quién sabe por quién. Ya casi todos han conseguido algún arma. El sentido de pertenencia en el grupo es alto, han comprado brazaletes y le han estampado el nombre del conjunto: “El Encanto Etapa III”. Se sienten inseguros, pero al menos son inseguros juntos y armados. Joaquín, que vio que la propuesta de Arley había sido aceptada, decidió hacer la propia para demostrar su talante de estratega: “¿Y qué tal si para prevenir, hacemos rondas y patrullajes alrededor del conjunto?”. Arley fue el primero en apoyarlo y agregó sin vacilación: “Y al primero que veamos rarongo, lo vamos atendiendo… Vamos a dejar sano el barrio, limpio de vagos”. A la semana siguiente, las rondas por el barrio se cumplieron con rigor londinense. Héctor, un joven venezolano que, como casi todos llegó con el sol impregnado en el color cobrizo de la caminata desde Barinas, estaba en el barrio desde hacía unos cuatro meses y se ganaba la vida haciendo domicilios en la panadería ‘El Pan de Cada Día y algo Más’. El había recibido una advertencia perentoria por parte de Arley: “Veneco: Tiene hasta mañana para perderse, no queremos más vagos de ustedes por aquí”. No importó que Héctor le hubiese llevado domicilios a casi todos los de la patrulla. Era venezolano y eso ahora se pagaba con el alto peaje de la sospecha, del prurito hacia lo diferente. A Héctor le tocó irse sin completar lo que estaba ahorrando para una bicicleta de segunda mano que ya tenía negociada y con la que esperaba poder hacer más mandados al día y así ganar más para él y para girar a Barinas. Arley y Joaquín ahora se sienten poderosos, respaldados por los vecinos que ya los han felicitado porque “el barrio se siente más tranquilo”, pero aún así están inconformes. Joaquín hace valer sus siete semestres de Administración y busca gerenciar la defensa: “Hay que reunir más recursos, una operación como ésta, cuesta… Vamos a pedirle a los vecinos y a los comerciantes del sector, una cuota de sostenimiento porque eso hay que conseguir más dotación”. Arley vuelve así a apoyar otra propuesta de Joaquín y se encarga de alimentar la dosis motivacional como él sabe hacerlo: Con orfandad de poesía y saturación de pragmatismo: “El que no colabore es porque algo se trae. Así no nos sirve y nos toca enseñarle”. ¿Enseñarle qué? Pues que hay un nuevo orden, un nuevo capo nació de la nada. O mejor, del miedo, la emoción que gobierna con antojo la fragilidad humana. Así, en muy poco tiempo había empezado sin ponerle ese nombre, el germen de un grupo de autodefensas.

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Con este breve cuentico lo que sugiero es entender que de ‘Joaquines’ y de ‘Arleyes’ estamos llenos y éstos pueden nacer en el corazón del vecino que apenas si hemos visto o en nosotros mismos. El miedo es un sentimiento muy legítimo que se alimenta de la incertidumbre ante lo diferente y en la desinformación que ahora tiene caja de resonancia en las plataformas digitales. El miedo a que otros entren por la fuerza a nuestros hogares es tan primitivo como tan tristemente contemporáneo y todos sentimos que, como el Joaquín de esta historia, nos haríamos matar si llegado el caso alguien le pusiera las manos encima a alguno de nuestra familia. En cada barrio tenemos un Arley (si no es que lo somos nosotros) que como un león dormido solo está esperando que alguien le aliente el Rambo que lleva adentro para desanudar su ira y mimetizarla en una causa común.

El paramilitarismo que tanto daño le ha hecho a Colombia nació, como lo que se sintió en su contexto, como una legítima autodefensa campesina que ayudaría a las fuerzas del orden a contrarrestar los embates de los grupos guerrilleros. Esos grupos crecen con voracidad porque nunca se sienten completamente preparados, aparecen los primeros abusos pero son perdonados porque con el paso del tiempo, se fue alimentando la legitimación de que el ‘mal menor’ se justifica si acaba con el ‘mal mayor’ y así es que una causa que nace en el miedo se termina convirtiendo en el garrote que más miedo produce en un territorio.

Ante la situación de zozobra que se vive actualmente en Colombia y en especial en sus capitales, la posibilidad de brotes de paramilitarismo no es remota. No es la primera vez. Muchas comunidades están organizadas en diferentes niveles que van desde los más cándidos y a la vez efectivos al ser una red de vecinos comunicados por silbatos, alarmas y cámaras de seguridad, hasta las que ya con armas cortas están decididas a lo que sea. La sicología de masas y el deseo de aceptación contribuyen a que la animosidad alrededor de repeler la violencia con idéntica o mayor proporcionalidad, crezca y se sienta muy válida.

En estas noches de pánico donde los vecinos se asoman a sus ventanas y ven en la esquina a un grupo con arsenal de palos, es tan fácil no distinguir si se trata de verdaderos vándalos o de otros vecinos muertos de miedo que miran a estos con igual sospecha.

En un momento de alta tensión, un tweet incendiario, un error, un impulso, … Un dedo nervioso en el gatillo de un 38 puede ser el detonante de una tragedia que no tiene vuelta atrás. Estamos a tan poco de comenzar una batalla sin cuarteles que da miedo. Y es ahí donde las voces de los líderes tienen que invitar a la serenidad, no a atizar la chispa de las cabezas calientes. Debemos cuidarnos entre todos y hasta organizarnos para hacer de la confianza, un bien compartido, pero ello no debe llevarnos al extremo de enamorarnos del poder y menos si es acompañado de las armas.

Cientos de ‘Héctores’ son perseguidos y sus favores, olvidados; miles de migrantes son marcados y ahora acusados como si fueran los únicos protagonistas de cada nueva noche negra. Es más fácil atizar, es más difícil morigerar; es más fácil arengar, es más difícil argumentar. La actual coyuntura de Colombia merece algo más que el camino fácil. Y el camino difícil, con piedras más incómodas, debe ser no solo transitado por nuestros vecinos, sino por cada uno de nosotros.