(Uri y yo) Foto de Laura, BCN, 2001. expatriadaxcojones.blogspot.com
Tras más de quince años en la misma escuela, entrar en la facultad me provocaba ilusión y angustia al mismo tiempo. Desde que era pequeña había estudiado con las mismas caras. A partir de ese momento, nuestros destinos se bifurcarían. Con algunos nos volveríamos a encontrar tiempo después, con uno incluso me casé, a otros no los he visto desde entonces.
El primer día de clase, cogí el tren de cercanías -cuarenta minutos de trayecto que acabaría conociendo como la palma de mi mano- y caminé las escasas cuatro calles que separaban la estación de Plaza Cataluña de mi Universidad.
El edifico de la facultad de periodismo era relativamente nuevo. Se había construido en pleno corazón del barrio del Raval, un mundo que yo desconocía y del que me enamoraría en poco tiempo.
Éramos unos cien alumnos por clase. Al principio, me sentí algo desubicada pero la clase de inglés -asignatura en la que iba muy pero que muy floja- supuso un punto de inflexión. Allí conocí a algunos de los que serían mis inseparables durante los próximos cuatro años.
A la derecha, Xavi. Un chico bajito y alocado que venía con ganas de comerse el mundo. Se pillaba unas borracheras memorables. Se subía a las farolas de la calle y destrozaba los escenarios de las fiestas que organizábamos en La Paloma. Luego, teníamos todos que salir de allí por patas. Ahora vive en México y trabaja de directivo para una agencia de publicidad.A la izquierda, Joan. Delgado. Alto. De ojos azules y pelo cortado al ras. Venía de un pueblecito muy pequeño, situado en las faldas de la montaña de Montserrat. Con él constatamos que los de pueblo son mil veces más temerarios que los de ciudad. La última vez que lo vi -comimos un menú en un bar de Gracia- había cambiado la bomber por un bonito traje. Llevaba el pelo algo más largo y se encargaba del márqueting en una empresa de cosméticos.Luego estaba Gemma. Pija. Rubia. Alta. Todo en su apariencia era de muñeca, todo en su interior lo tenía de gamberra. De ella hace mucho que no sé nada. Me han dicho que está casada y es madre de dos niños. Con Joan y con Gemma pasé muchas, muchísimas horas en el bar Ranchito.
Situado en la misma calle de nuestra Universidad. Era nuestro punto de encuentro. Allí tomábamos el café por las mañanas y pasábamos muchas de las horas que deberíamos estar en clase. Era un antro. Pequeño. Oscuro y húmedo. Lo regentaba una pareja de homosexuales. Mayores. Uno hacía de macho serio y se quedaba tras la barra. Nunca hablaba. El otro, vestía de mujer, llevaba el pelo teñido de castaño, se pintaba los ojos y se encargaba de servir las mesas. Tenían una perra. Se llamaba Wendy y era una cachonda. Se pasaba el día follándose un colchón que tenían puesto en una esquina especialmente para ella. Nos encantaba mirarla. Nos reíamos un montón, menos cuando quería amorrarse a nuestras piernas. Entonces no nos hacía tanta gracia. Los porritos que nos fumábamos supongo que tendrían algo qué ver. Podíamos fumar sin miedo a que nos pillara nadie. Allí no entraba ni Dios. Ese era uno de los motivos por los que íbamos pero no el único. Los clientes del Ranchito eran especiales. Gente auténtica del barrio chino. Frikis de lo más variado. Parecían personajes sacados de La ciudad de los Prodigios. No sé por qué siempre he sentido una especial atracción por este tipo de gente.
Este bar ya no existe. El ayuntamiento de Barcelona, en su afán por recuperar la zona del Raval para los turistas, derribó muchos de los antiguos edificios. La última vez que pasé por allí descubrí un hotel muy moderno, una biblioteca alucinante y viviendas de alto standing. Para mí, el lugar ha perdido parte de su encanto. Todavía quedan algunas putas en la calle pero son pocas y están mayores.
Laura era otra de las integrantes del grupo que frecuentaba el Ranchito. Era una punki redomada. Conocía a todos los grupos de rock, pop y indie del momento. De ella fue la idea de falsificar las entradas del Sónar. Hacía poco que este festival de música electrónica se celebraba en Barcelona. Venían artistas de renombre y visitantes de un montón de países. Nos moríamos por ir. Pero era caro y nosotros estudiantes. Ella, muy apañada, hizo unas fotocopias para todos. Todavía hoy me pregunto cómo lo conseguimos. Pero lo hicimos. Entramos por la cara. He ido a otras ediciones del Sónar pero ninguna la disfruté tanto como aquella. Laura acaba de ser madre y trabaja para una editorial. Lee libros y escribe sobre ellos. Ironías de la vida porque nunca le gustó la lectura, aunque siempre ha escrito asquerosamente bien.
Con Laura y conmigo iba a clase Edgar. Y al Ranchito, también; era otro de los asiduos. Siempre que salíamos -cuando ya cerraban los garitos y había quién todavía tenía energía para continuar la juerga- Edgar y yo nos quedábamos fuera. Esperábamos al resto del grupo en algún portal cercano. Fueron madrugadas en que tuvimos conversaciones interminables. Siempre, interesantes. Lo quise mucho y todavía lo quiero. Aunque haga mucho que no sé nada de él. Lo último, que escribe para una revista y que está casado. Sí. Edgar. El hippie melenudo con pantalones de pana. Casado y por la iglesia. Y eso que la noche de nuestra graduación, tuvimos que improvisar una fiesta alternativa. Por él. Por no querer pasar por el aro. Los de nuestro curso habían organizado el baile en el Up & Down -discoteca pija de la zona alta de Barcelona por excelencia- y a él no lo dejaron entrar. Porque a diferencia de todos los demás, que se habían puesto muy elegantes -con traje y corbata- él fue vestido como iba a clase cada día. Y los seguratas dijeron: Tú no pasas. Creo que acabamos en el Lolita, bailando en la pista giratoria que años antes hizo famoso a Dj Sideral.
Esa noche, como también estaban todos los demás días, vinieron las de Reus. Tere y Nuria. Siempre que hablábamos de ellas lo hacíamos como si fueran en un pack. Ellas, que vivían lejos de Barcelona hicieron realidad el sueño de cualquier joven. Tener un piso de estudiantes. Sin padres, sin normas, con mucha juerga y poca limpieza. Lo tenían en el barrio de Gracia y allí me mudé el último año de carrera cuando empecé las prácticas. Imposible olvidarlo. Comíamos espaguetis de sobre día sí y día también. Y no nos perdíamos un programa de Buenafuente por nada del mundo. Aunque al día siguiente nos costase levantarnos. Por esa época yo salía con un chico. Algunos días se quedaba a dormir. Una de esas veces, en las que precisamente no estábamos durmiendo, se abrió la puerta. No era Tere. Ni Nuria. Era la casera. Que entraba como Pedro por su casa –porque era su casa pero se le olvidaba que la tenía alquilada– y nos pilló, desnudos en el comedor. Creo que lo pasó peor ella que nosotros, que en cuanto se fue toda alterada, rápidamente volvimos a lo nuestro.Hoy Tere trabaja en la Universidad y Nuria, después de una boda, dos niños y más de diez años haciendo páginas web, ha abierto una tetería en Reus con otra de las chicas.
No me olvido. Ni de Roger. Ni de Uri. Ellos hacían publicidad. Roger era el típico guaperas, ligón y divertido. Siempre estaba de guasa. Uri era más bien tímido. Pero listo, de mente rápida y muy majo. A ninguno de los dos los he visto en mucho tiempo. Me dicen que Uri es diseñador gráfico y Roger trabaja en una editorial como comercial. También estaba Gemma, la otra Gemma. Hija única. Responsable de día y no tanto cuando se ponía el sol. Gemma hace años que trabaja para el ayuntamiento. Y Laia, que siempre tuvo un carácter un tanto especial. No todo el mundo la comprendía. En realidad, ella quería hacer Bellas Artes pero a sus padres no les pareció buena idea. Los complació estudiando comunicación audiovisual pero después, terminados los estudios, se marcharía a Londres, de dónde ya nunca regresaría. Allí estuve unos días con ella cuando lo dejé con M. Nos lo pasamos genial.
De todos guardo un buen recuerdo. Fue una época de descubrimiento. Cuatro años estupendos. No hay nada que se le pueda comparar. No tienes otra responsabilidad que sacar buenas notas. No hay facturas ni obligaciones. Nadie depende de ti. Nadie te considera un adulto pero tampoco te tratan como a un niño. Puedes hacerlo todo o casi todo. Se trata de madurar. Al final se te perdonará.
No he hablado de Chime. Lo he hecho expresamente. En realidad, su nombre es Ana y también formaba parte de nuestro grupo. Ella me acogió en su piso cuando lo dejé con mi primer novio, D. Con su carácter afable, me transmitía paz y tranquilidad. Nunca supe si yo le aportaba algo. Sólo sé que no ha cambiado porque hace poco estuvo aquí y pude comprobarlo.
CONTINUARÁ