Y entonces los ves en una especie de Nunca Jamás improvisado: la entrada a los adultos no está permitida, y los niños toman el control. Siguen sus propias reglas. Y el núcleo de ese Nunca Jamás son ellos dos. Quizá se pueda pensar que la historia de dos niños de doce años enamorándose puede ser un bonito cuento, pero solo eso, un cuento. Son niños, al fin y al cabo, qué van a saber ellos del amor.
Y yo digo que quizá el amor, el amor de verdad, tenga mucho que ver con ser un niño. Y Sam y Suzy son el mejor ejemplo de ello. Son el ejemplo de un amor puro, inocente y sincero. Se fugan juntos, aprenden a convivir. Se respetan, y quieren conocerse el uno al otro. Disfrutan de su compañía y prueban cosas nuevas: ya sea bailar en ropa interior en una playa solitaria, que sentarse junto al fuego de noche, mientras ella le lee una de sus historias favoritas, y él escucha mientras fuma en su pipa.
Sam y Suzy sí saben lo que es ser una buena pareja, y lo que es el amor. De verdad. Y es que el amor tiene mucho de recuperar esa inocencia, aunque nuestra voz adulta a veces nos hable demasiado alto, y tengamos miedo o nos perdamos muchas cosas por pensar demasiado. Pero si tienes a alguien con quien bailar en la playa de forma absurda, el mundo se parece un poco más a Nunca Jamás, y se convierte un lugar mejor.