En menos de tres días en París he podido comprobar que allí hay más indicios de que celebramos elecciones europeas que en España. Por una casi inapreciable mayor presencia de paneles callejeros de propaganda y por el espacio de debate y opinión que ocupan las elecciones en la radio francesa, en la que he escuchado expresar ideas sobre Europa. No como aquí, en donde los argumentos de más peso se gastan en reprochar a Arias Cañete —Miguel Arias para el PP; Cañete para el resto— su inaceptable machismo cavernícola; o en recordar a Elena Valenciano que dijo —y se disculpó— que el futbolista francés Ribéry era feo. Seguimos con el «y tú más» de patio de colegio y con ese empeño de la mayoría de la clase política en que todo el mundo se abstenga el próximo domingo. Pero dos imágenes de París me han puesto delante de la cara una realidad global, que podría ser europea si uno quiere ser localista y terruñero. La primera es la de ese mobiliario urbano en que se han convertido los indigentes que duermen en la calle enfundados en mantas, bolsas y papeles; o expuestos, sí, como en una exposición o performance, a las doce del mediodía, en las calles más céntricas de la ciudad, con la pose artística del más radical deterioro y de una inconsciente dejación de vida. Muy cerca del escaparate en el que vi un bolso con el precio prendido de 1.100 €. Una menudencia. La segunda imagen es más íntima, más global y más perenne, donde quiera que sea. Y fue en el cementerio de Montparnasse, en donde visité —con mis colegas andariegos europeos Adrián J. Sáez y Francisco Uzcanga— las tumbas de César Vallejo, de Ionesco, de Baudelaire, de, por supuesto, Julio Cortázar y Carol Dunlop —por fin. Allí fue donde contemplamos a una señora arrodillada delante de una tumba que preparaba unos tiestos para flores. La asistía, llevándole algún cubo de agua de otro sitio cercano, el que imaginamos su marido; un señor, como ella octogenario, que también sería el padre de una joven —no retuve el nombre— allí enterrada a sus veintisiete años. O veintitrés. Qué más da. Lo cierto es que lo que nos llamó la atención fue la proximidad entre las dos fechas grabadas en el mármol. Tomé esta fotografía allí mismo, casi al lado mismo de la tumba de esa joven llorada por sus padres, como si quisiese desviar mi objetivo hacia la altura que expresase el contraste, tan juanramoniano, entre suelo y cielo...