Por J.C.Vinuesa
Nos había dicho en sus anteriores películas que la vida es un falso movimiento, que el encuentro con uno mismo sólo es posible. En el curso del tiempo, que la búsqueda del propio origen pasa necesariamente por el viaje “a través de las ciudades”, que la ruptura es necesaria para la recuperación, que el ir y venir es lo mismo que el estar, ser, porque el viaje es una estado metafísico, una dialéctica constante tan necesaria como inútil. Nos lo recuerda el loco predicador de la autopista en esta bella película: “Todo es navegación hacia ninguna parte… no digáis que no os lo advertí”.
No es fácil lanzarse al desierto, pero es más difícil enfrentarse a lo que provoca la huida. En Wenders no tiene ese carácter liberador, desmemorizador, sino la purga, el estado preciso para la superación, la recuperación. El hombre lanzado en viejos Chevrolet, chirriantes trenes, modernos Oldsmobiles hacia horizontes infinitos donde cualquier encuentro puede ser el remiendo o la solución. Es un tema antropológico. El hombre moderno desarraigado, fracasado en el amor, inserto en rutas indefinidas, desiertos y ciudades. Pero el desierto no es compatible con trajes de seda. Travis Clay Henderson no es un viajero accidentado, es un civilizado que ha huido. Su rostro desencajado y el empolvado traje necesitan un repaso en la tintorería. Toda la película es un viaje interior, un proceso de recuperación para enfrentarse al miedo, a la propia enajenación desde el silencio al discurso. Ripley lo dice en El amigo americano: “No hay nada que temer sino al mismo miedo.”. Trav nos lo confiesa en el momento cumbre de la película cuando debe enfrentarse a si mismo, a la causa de la destrucción, a Jane: “Tengo miedo a enfrentarme con el miedo.” Y lo hace en el peep show, a través del espejo del voyeur, evitando la mirada hacia un pasado irrecuperable, para que la comunicación no sea “comunión”. Y al final, la huida de un hombre desalentado, que ha encontrado una solución, pero no a sí mismo. Trav está como al principio.
Toda la película se vuelca hacia recuperación de un hombre hecho girones, la comprensión fraternal, el amor filial, las lágrimas finales de una esposa. Hasta el discurso cósmico de ese niño de pitagorín como todos los niños de las películas americanas, sólo persigue la ubicación de su padre, porque el problema de encontrarse a sí mismo comienza por ubicarse. Paris, Texas o la casa de Alicia. Pero Travis ha olvidado para qué quería una parcela en el lugar donde fue engendrado, y que se puede renacer y que la entrega es mejor que la renuncia. Trav no está perdido, ha renunciado a sí mismo, a su raíz existencial. En París, Texas, la búsqueda se convierte también en reflexión. En un paso adelante en la obra de Wenders, un desahogo de los personajes que no se habían visto hasta esa fecha. Por eso el discurso final en el peep show es tan sublime. Es un discurso gestado en el silencio del desierto, en las ascesis como método para enfrentarse a si mismo. Este plano antológico se apoya en la mirada penetrante y esquiva, aunque dulce que Nastassia Kinski, heredó de su padre, y que Wenders ha heredado de directores como Bergman o Murnau.
Se puede hablar de códigos, paradigmas y arquetipos en la filmografía de Wenders. Paris, Texas tiene todos los de sus otras películas, pero su reiteración, no se puede considerar un vicio, sino una constante en una de las obras cinematográficas más homogéneas y originales de los 80. Trenes, coches, barcos, aviones: Wenders colocará a un hombre, vagando de Nueva York a Hamburgo, de Lisboa a Los Ángeles. Traspasará fronteras, entrará en moteles, para llegar al mismo punto de partida. Pero el conjunto resultante será el film plásticamente más hermoso que se pueda imaginar en un discurso metafísico que los griegos ya estudiaban: la aventura, la soledad, la apertura al mundo. Ulises desamparado de la mano de los Dioses.