Mil años pasan, el cielo y la tierra cierran los ojos, cambian los rostros, las personas y los sentimientos; cambian las relaciones (el amigo de la infancia ya no es amigo, sólo lo es cuando se abraza la memoria); se endurece la sangre, adelgaza la carne y se deterioran los huesos, el cuerpo es el féretro, un ataúd que arrastramos a cuestas sin la fuerza suficiente para iluminar los sentimientos del universo. Abandonamos la vulgaridad de la vida, viajamos al país del cielo blanco, nos ofrecemos a las tinieblas que esperan el amanecer. La muerte nos convierte en invisible, el alma es el hombre invisible que vaga por el mundo sin dejar huella en los caminos nevados. No somos ya capaces de encontrar nuestra sepultura, para qué buscarla, el tiempo la borra de la memoria como a nosotros mismos.
Cada persona tiene una estrella que sólo la atrapa cuando muere, la poesía puede ser un puente para vivir en la otra estrella; aquélla que el destino niega. Ser poeta es ser un amante, amante de todo y del todo, amar lo que hay en el cielo y lo que hay en la tierra, despojarse del alma y del cuerpo, mimetizarse con la naturaleza, con las rocas, con los árboles, con las montañas, con el agua, con los pájaros y cumplir el deseo de volar y vivir a sus anchas, en libertad; ser amigo de los ríos y de las montañas, ignorando la avaricia del hombre; ser amigo de los rayos del sol y de los peces, de la luz de la luna, de las hormigas y de los insectos, sonreír incluso a los miserables que pretenden el daño. Vivir es soñar, trasplantar con entusiasmo y sinceridad el sueño a la realidad. No nos queda nada más que vivir y soñar.