Sobre el cristal de la ventana lo que antes había sido rocío se convertía en escarcha, tras ella los sonidos de la vida de cuidad abriéndose paso en un día frío, helado a pesar del cielo limpio y azul del amanecer. Acurrucada entre sábanas blancas e impecables de suave algodón egipcio, llevaba un tiempo despierta, no sabía exactamente cuánto, ni qué hora era, hacía años que no usaba reloj, y su móvil estaba en su bolso muy lejos de su alcance y más del deseo de saber qué hora era. La anarquía y desorden de su ropa por esparcida por el suelo, chocaba con la armonía de las cortinas, la colcha y los contados muebles de diseño minimalista y funcional de la habitación del hotel. Ver sus bragas de encaje blancas, estrenadas aquella noche, sobre sus zapatos de tacón, y su vestido hecho un ovillo al pie de la cama eran pruebas irrefutables del delito.
“Hazme llegar”. Fueron las últimas las palabras que recordaba, tras ellas, solo la sonrisa del rostro de su amante perdiéndose entre sus piernas, su lengua buscando su clítoris, los pelos de su barba rasurada rozando el interior de sus muslos, y sus dedos explorando por primera vez su sexo, caliente y abierto, casi podía sentir como sus jugos se deslizan por sus labios vaginales.
Al principio le dejó hacer, pero poco a poco se fue haciendo dueña de la situación, dejando pistas de placer a su amante, cada vez que sus labios subían hasta su clítoris y se cerraban a su alrededor chupándolo con fuerza, pero con delicadeza, a la vez que usaba la punta de su lengua para darle unos toques rápidos que la hacían chillar de placer.
Se dio la vuelta hundiendo su cabeza en la suave almohada de la cama de hotel, el entendió su deseo y colocó su miembro en la entrada de su sexo y empujó lentamente. La cabeza entró con fuerza, a pesar de lo lubricada que estaba, un desgarrador gemido de placer salió de su garganta cuando sintió como su sexo se abría en dos, gemido que animó a su amante para penetrarla todavía con más fuerza. Cada vez que la metía y la sacaba, sentía que tocaba el cielo. Fue aumentando el ritmo, a la vez que ella se frotaba el clítoris. No tardó mucho en tener el otro orgasmo, aún más fuerte que los anteriores.
El murmullo de los más madrugadores abandonando las habitaciones y el suave sonido amortiguado del ascensor recogiéndolos de planta en planta, la devolvió por un instante al mundo real. José Manuel, su marido, tumbado en su lado de la cama y dormía profundamente, no pudo reprimir el impulso, de acariciar su miembro, estaba flácido y algo pegajoso, lo que le produjo una mezcla de celos y morbo que se apodero de ella.
Casi como un acto reflejo dos de sus dedos se deslizaron buscando los pliegues de sus labios vaginales deslizándose suavemente sobre ellos, a la vez que presionaba ligeramente el clítoris. Un vicio matinal oculto que practicaba desde la adolescencia, tras despertar de uno de esos frustrantes sueños húmedo. Pero aquella mañana su deseo no era producto de una aventura onírica o una fantasía adolescente.
El recuerdo de su miembro durísimo, penetrándola, y ella mordiendo la almohada, abierta de piernas y con el culo levantado para favorecer sus embestidas, la volvió a excitar. Su sexo se humedecía con cada escena que recordaba, sus dedos resbalaban entre los labios de su entrepierna, y se esforzaba en reprimir sus pequeños gemidos.
Recordó ese instante, esa mirada cuando su marido levantó la vista, y vio el rostro extasiado de mujer follando con otro en la cama. Mientras la observaba, la cabeza de Amparo era un hervidero de ideas cruzadas. “Es una puta locura. No puede ser que esté follando delante de mi marido. Pero aún peor es que esté disfrutando. ¿Hemos perdido la puta cabeza?”. Pero escuchar el chasquido de sus pieles, chocando con cada embestida de su amante, el marido de Lydia, le impedían ordenar sus ideas.
Lydia, el cuarto personaje de aquella historia, una mujer en los cincuenta años, que no se comportaba como una aburrida mujer de cincuenta años, en cierto modo ella fue la anfitriona de aquella situación. Casi se había olvidado de ella, pero anoche también allí estaba al lado de José Manuel, de rodillas acariciando la bragueta de su marido, dando forma a una erección que estaba pidiendo a gritos ser liberada, a la vez que le sostenía la mirada. No los había oído entrar en la habitación, ni cuánto tiempo llevaban observándoles, pero los más sorprenderte es que el descubrirse observada, la excito todavía más.
Entre cada acometida del marido de Lydia, cuando abría sus parpados, pudo ver a José Manuel con la espalda apoyada en la pared, mientras las diestras manos Lydia bajaban la cremallera de su pantalón y sacaban su miembro de del bóxer para a continuación metérselo en la boca. Aquel recuerdo, hizo que instintivamente acariciase su sexo con más fuerza, el recuerdo de Marcos y sus penetraciones dejaron paso al momento en que el miembro de su marido se perdía entre los labios de Lydia.
Envuelta entre las sábanas sus dedos se deslizaban sobre su sexo, recordando aquella escena de la noche anterior, como aquella boca engullía el miembro hasta atraparlo entero, para después liberarlo, y aparecer duro y firme. Tras la primera mamada, con la punta de su lengua Lydia fue humedeciendo muy suavemente su glande con movimientos lentos, casi estudiados y sin dejar de mirarle a los ojos, dejando que al separarse un fino hilo de saliva uniera su lengua con el sexo de José Manuel.
Estaban a unos escasos dos metros de distancia, Amparo podía oír como el sonido de sus respiraciones aumentaban en intensidad, ver como las manos de aquella mujer se aferraban sus mulsos de su marido, y él observándola sin perder ni un detalle de aquel momento. Tras unos minutos, Lydia cogió el miembro con su mano, recorriendo la distancia desde su muslo hasta su base. Ese mínimo roce, hizo estremecer a su marido, quien echó la cabeza hacia atrás soltando un pequeño gemido. Ella sonrió, y con un único dedo recorrió la base del tronco, junto a una vena prominente que Amparo conocía bien, fue subiendo poco a poco, mirando el recorrido de su uña rosa y con la boca medio abierta respirando profundamente sobre el húmedo y rojizo glande.
Una punzada de celos la sacudió, al cruzar su mirada con la de su marido mientras la mujer de Marcos acariciaba con la yema del dedo su capullo descubierto, sabía que aquello lee provocaba un placer sin igual, él pudo sostenerle la mirada, y volvió a centrarse en el recorrido pausado del dedo de su amante. Fue Lydia la que busco entonces la mirada de Amparo, a la vez que, con su boca, sin usar sus manos solo con sus labios, hacía desaparecer el sexo de su marido entre ellos. Cada vez que entraba en su cavidad bucal, José Manuel emitía gemidos de satisfacción que resonaban en la habitación, que poco a poco se iban acompasando con los suyos mientras Marcos la follaba a cuatro patas.
A medida que los fragmentos de la noche anterior pasaban por su adormilada mente, sus dedos buscaron introducirse en su vagina, la respuesta de su cuerpo fue inmediata, la sensación electrizante fue tan repentina que al hacerlo tuvo que reprimir su cada vez más entrecortada y agitada respiración, por miedo a despertar a su marido. Casi pudo sentir de nuevo como Marcos entraba en ella, ese instante en que la penetraba a la vez que observaba como su mujer se la mamaba a su marido.
Su complicidad era evidente, un juego morboso en el que la intimidad deja paso a lo que socialmente se cataloga como prohibido, para jugar a este juego erótico la única condición es que los involucrados acepten la trasgresión como fuente de placer.
Ese fue el instante en que todo lo creía saber sobre el sexo estallaba en pedazos, sus tabúes se rompían a cada envestida y sus celos se convertían deseos lujuriosos. La habían follando delante de su marido, mientras ella veía como otra mujer se la estaba chupando. Al principio de la noche no sabía si eran parte del juego o solo juguetes en manos de Lydia y Marcos, pero ahora sabía que eran parte del juego y juguete.