Partidos amistosos y rugby

Por Tarrako @angelllcp

Partido amistoso y rugby son dos términos contrapuestos, amistad y rugby son hermanos.  Esto nos lo cuenta Ornat con su gran prosa y su mejor humor.  Os dejo los primeros párrafos y si quieres más dale al enlace del final.
¿Por qué lo llaman amistoso cuando quieren decir rugby?

Si llevas poco tiempo en el rugby y en tu equipo te han dicho que el próximo sábado vais a jugar un amistoso y que te convendría foguearte, mejor que leas esto. O si eres un veterano que ha regresado y te pueden las ganas de jugar todo lo que se te ponga por delante... Una de las ventajas de jugar un partido amistoso de rugby es que el término amistoso carece por completo de significado. Cuando en la prensa no avisada leemos eso de amistoso internacional en otoño, nos reímos por dentro. La palabra test fue un hallazgo estilístico de primera magnitud. En el rugby lo único amistoso es el Tercer Tiempo... y no siempre. En los amistosos se reparten el número más alto de castañas de toda la campaña invernal. El ambiente lo favorece porque, además, el árbitro suele andar poco meticuloso. Si es que es árbitro at all. De modo que hay que desconfiar por principio de los llamados amistosos, esos partiditos que monta el entrenador, con algún otro entrenador amigo suyo, en las semanas en las que no hay liga “para que los chicos se mantengan activos y seguir probando cosas”. Cuando oigo el planteamiento, empiezo a inquietarme. Sé que esos días aparentemente inocuos a menudo se convierten en una trampa para elefantes. Llegado el día del partido, la gente se borra. Inventan bodas y comuniones. Incluso las propias. Aprovechan para hacer otras cosas, comidas familiares, llevar a la chica al centro comercial o... ¡estudiar! Saben lo que hacen. Son arteros, pero más listos que tú. Si tú eres veterano y te dejas llevar a uno de estos acontecimientos será porque estás auténticamente enfermo, radicalmente solo en la vida o bien has decidido que perder la memoria acaba por compensar en algún otro ámbito de la existencia. De todo esto te das cuenta en ese momento en el que miras alrededor en el vestuario y te encuentras en medio de una alineación repleta de muchachos lampiños, mezclados con espontáneos de calcetín corto a los que jamás en tu vida habías visto antes. “Oye, ¿quién era ese desgarbado que se ha puesto de ala?”, se pregunta la gente después. “Ah, sí, ese que ha dado una patada desde el fondo y se ha quedado parado mirando… Ni idea”. El resto, los que juegan habitualmente, no se lo acaban de tomar en serio. Y en un partido de rugby todo puede acabar siendo serio... Estos siervos de la gleba que se ponen tu misma camiseta, muchos cogidos a lazo de camino al partido para completar un quince, contrastan con el rival, que viene pertrechado como la legión romana. No te extrañe que el rival sea uno de esos equipos de larga tradición que, por vaya a saber cuál motivo, este año no ha podido juntar la suficiente gente para sacar equipo en la regional. Esos son los peores. Porque andan sin desfogarse durante todo el año, están como encelados, furiosos, sin desbravar, salvo que hayan podido meterse en una pelea tabernaria de cuando en cuando. Los equipos así se toman el partido amistoso como ocasión para recordarte que si ellos estuvieran en la liga la historia sería otra cosa. Tienen ganas de caza y sangre. A poder ser, claro, la tuya: miras a tu alrededor y los muchachitos que te acompañan en el partido han adquirido el aspecto de inocentes cervatillos. En casi todas las jugadas te la dan a ti, porque tienen la sensación de que tú sí sabes qué hacer con la pelota. Son listos, pero lo son por todas las razones equivocadas. Las que menos te convienen...
Jugar al rugby es como andar en bicicleta: en cuanto empiezas, te acuerdas de cómo iba la cosa. Nadie olvida cómo se hacen según qué cosas. En el rugby no hay voces que te avisen, ni señales que adviertan del peligro en los arcenes del campo. Por eso, en partidos así, en los que la relajación va adherida al embustero concepto del amistoso, se reparten con frecuencia los peores tortazos de la temporada. De modo que agarras el balón en apoyo de una ruptura y viene por el costado ciego un tipo que te vuelve la nariz del otro lado. El golpazo tiene, de momento, un efecto liberador, como las pastillas mentoladas: se te abren las vías respiratorias y te entra hasta el pulmón una corriente limpia de aire, como un émbolo. Después, igual que ese mar asesino que se retira sobre sí mismo unos segundos antes del tsunami, te sobreviene un ahogo y sientes que te están sacando de dentro, de manera muy poco amistosa, el aire y algo más. Afortunadamente, a pesar del cacharrazo, el cerebro del jugador de rugby trabaja solo, por costumbre o enseñanza, y es capaz de ordenar por riguroso orden de prioridad, tomar decisiones, comunicar mensajes y resolver actos: no hay dolor, no hay dolor... el baloncito limpio, atrás, ahí sobre la hierba, como un bebé, arropadito como un bebé, para que lo jueguen los que quedan en pie. Y ahora, cuando se levante toda esta gente que nos ha caído encima, ahora cuando estos ochocientos kilos que nos aplastan se vayan a liarla ocho o diez metros más allá, porque es lo que les gusta, entonces ya miraremos a ver si nos han roto la nariz, nos han derribado el puente sobre el río Kwai o nos han hecho la estética completa con una de esas rajitas que tanto gusto le agregan a las fotos carcelarias de los malevos.
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