Partitura para una infancia que ya no suena

Publicado el 02 junio 2025 por Ispamaga @is_ma_ga

La música era la única manera que tenía la casa de respirar.

No hablábamos mucho. Las voces dolían más que el silencio. Pero alguien encendía el televisor. Alguna novela. Una canción vieja. Y entonces la casa se llenaba de una calma rota. No sé cómo decirlo. Era como si los objetos —las tazas agrietadas, las zapatillas mojadas, las mochilas llenas de deberes— empezaran a escucharse entre ellos.

Mamá cantaba bajito mientras barría. Un pasillo que hablaba de ausencias.

Papá silbaba a veces, como si no quisiera que lo oyéramos estar triste.

Y nosotros —los hijos— comíamos pan con mantequilla sin decir nada. El ruido del pan crujiente era nuestra forma de estar juntos.

La música no era arte. Era salvavidas.

Nos despertaban temprano. Con los ojos pegados, con los pies fríos. «El amor es un caballero»…

Nos daban café tibio. A veces llorábamos por cosas que no sabíamos nombrar.

Y entonces la tele prendida, una canción que repetía el mismo estribillo, y las mochilas a la espalda.

Así crecimos.

Así dolía crecer.

Cuando pienso en la infancia, no escucho carcajadas.

Escucho cucharas.

Zapatos deslizándose.

Escobas arrastrando migajas.

El ventilador que no funcionaba bien.

El gato maullándo, el perro ladrando.

El martillo, las borracheras, la radio.

El sonido del cuerpo intentando no romperse.

Y, sin embargo, también estaban las risas. Las verdaderas.

Las que salían cuando se acababa el gas en medio del arroz y nos tocaba reír para no llorar.

Las que compartíamos al ver caer la vecina después de patear al perro.

Las que inventábamos en la oscuridad, entre hermanos, apretujados en el mismo colchón, contándonos historias que daban miedo solo para dormir abrazados.

Crecí con música y con silencio.

Y a veces no sé cuál de los dos me hizo más daño.

Porque hay canciones que todavía me abren la herida,

y hay silencios que me devuelven el eco de la niña que fui:

descalza, ojerosa,

con el uniforme chueco

y el corazón lleno de preguntas que nadie quería responder.

Ahora, cuando me quedo sola en casa, no prendo la radio.

Escucho el agua caer de la llave, los pájaros que están hasta el medio día, el refrigerador, el zumbido eléctrico de los días.

Escucho voces en medio del ruido, llamados, mi nombre.

Y me parece —por un instante— que la infancia está ahí, escondida detrás del zócalo,

esperando que vuelva

a ponerle play.