Salía de cuentas el 27 de agosto, pero aquello no tenía pinta de querer salir pronto. Ya había retrasado la reserva del hotel para mis padres y asumido que tendría un parto inducido (no había servido de nada que me tirase la semana entera limpiando cristales como una loca).
El 28 por la mañana me levanté descansada (era la primera vez que dormía realmente bien desde hacía meses) y me fui con mi hijo mayor a la compra. Me encontré a todos mis conocidos aquí y todos me dijeron que no tenía “cara de parto” (todavía me pregunto cómo es una cara de parto) para nada.
Cuando volví a casa, me empecé a encontrar un poco mal: dolorcillo, agotamiento, estómago revuelto, así que llamé a mi marido al trabajo y le dije que se viniese a echarme una mano, que no estaba muy católica. No sospeché nada de nada. El dolorcillo se había convertido en pinchacillos regulares (cada 5 min.) pero nada preocupante, no era un dolor que te obligase a concentrarte en él, sólo una pequeña molestia. No comí nada porque tenía el estómago regular pero, mientras comían ellos, mi marido tuvo una idea estupenda: Si íbamos al hospital ese día, no tendría que ir al día siguiente (que tenía cita a las 8 de la mañana para revisión), con lo cual podríamos dejar al niño en casa de mi suegra a pasar la noche y salir a cenar. Vale.
Cuando terminaron de comer, dejamos al niño en casa de mi suegra y nos fuimos para allá… Cuando llegué y para justificar mi aparición, le dije a la comadrona que tenía contracciones (los pinchacillos). Su cara de “otra histérica” fue un poema, pero me hizo pasar y me enchufó a las ventosas. Cuando vi la intensidad de las curvas en el gráfico, me di cuenta de que los pinchacillos eran, efectivamente, contracciones (llegaban hasta 100 y no bajaban de 50), aunque no dolían. Cuando se lo dije a mi marido puso la misma cara que la comadrona y siguió proponiendo restaurantes para esa noche.
A los 10 min. aproximadamente rompí aguas, así que se tuvo que callar y salir a buscar a la comadrona, que dejó de mirarme como a una histérica un rato. Lo que tardé en decirle que se diese prisa que en mi familia somos muy rápidas. Me exploró, me dijo que ni siquiera el cuello estaba borrado del todo y que me tranquilizase, que todavía me quedaba un buen rato.
Me ingresaron y me metieron en la sala de dilatación y paritorio (aquí se hace todo en la misma), donde volvieron a ponerme las ventosas. Las contracciones habían empezado a doler mucho, así que le dije a la comadrona que quería la epidural YA! Yo me había mentalizado que en Alemania la epidural no te la ponen a no ser que te hagan cesárea, así que no me había hecho pruebas de ningún tipo. En ese momento mi valor se fue al garete y la pedí a gritos, así que me dijeron que “vale, no hay problema, pero te tenemos que hacer análisis de sangre y tardarán una hora” (primer mito caído: en Alemania no te ponen la epidural). El caso es que mientras me sacaba sangre una enfermera, la comadrona me exploró otra vez, para ver cómo iba la cosa y de cuánto tiempo disponíamos. 7 cm.!!! En 20 min.!!! Así que me dijo que de epidural nada de nada, que no había tiempo. Pensé que nos pasarían al paritorio en ese momento (no sabía que aquí es la misma sala para todo), pero no, ahí nos quedamos, mi marido con los zapatos de la calle, sin mascarilla ni guantes ni nada de nada. También pensé que vendría un médico en algún momento, pero tampoco. Si lo hubiese pedido seguro que habrían llamado a uno, pero en ese momento ni se me ocurrió. 5 contracciones más y salió el bebé! A la 3ª o así yo había dejado de entender alemán… Las palabras y frases más básicas como “respira”, “inclínate hacia delante” y demás no tenían sentido para mí. Las oía, distinguía, sabía que las sabía, pero no las entendía… Un horror.
El dolor desapareció nada más salir el bebé… Fue impresionante verlo: no estaba en la típica silla de ginecólogo con sujeciones para las piernas, sino en una camilla normal y corriente sobre la cual me podía poner en la posición que quisiese, así que lo vi todo. Alucinante. Mi marido colaboró un montón, cortó el cordón umbilical y esas cosas.
Nada más salir el bebé, me lo pusieron encima mientras sacaban la placenta y me cosían (la comadrona y la enfermera, ahí no apareció un médico en ningún momento) y luego ya lo cogieron, lo limpiaron, pesaron, vistieron y demás.
Nada más terminar, me bajé por mi propio pie (impagable esto, tengo que reconocerlo) de la camilla, me limpié, puse un camisón limpio y demás yo sola y me pasaron a una sala con el bebé para estar tranquila y ponérmelo al pecho (me preguntaron si se lo iba a dar, no lo dieron por supuesto, cosa que me gustó).
Cuando mi marido llamó a mi suegra, habían pasado 2 horas desde que habíamos dejado al niño en su casa, así que al principio se pensó que mi marido le estaba tomando el pelo. Mis padres igual, que por qué no les habíamos llamado cuando supimos que estaba de parto? Pues porque no hubo tiempo…
Nada más subir a la habitación (compartida con otras 2 más) me duché y me metí un bocata de jamón, reservado para la ocasión, entre pecho y espalda que me sentó divinamente. Me impresionó mucho lo mayor que me pareció mi hijo de pronto cuando vino a conocer a su hermanito. Había dejado de ser mi bebé… Ahora era mi niño mayor!
Lo de compartir habitación al principio me daba pavor y pensé en pedir una para mí sola (y pagarla, claro), pero después tuvo sus ventajas: Las visitas eran de pocos en pocos y se quedaban también menos tiempo. Y las de mi habitación no iban a convertirse en mis mejores amigas, pero eran agradables y educadas y se agradece tener a alguien en la misma situación al lado con la que poder hablar de dolores, molestias y niños (eran 2 cesáreas, así que yo me obligué a tragarme mi quejiquismo habitual viendo el percal que tenían las otras pobres).
Una cosa que me encantó del hospital fue el concepto “campamento de madres” que tienen montado allí. El primer día me trajeron la comida a la habitación pero en cuanto me empecé a encontrar mejor me medioobligaron a pasar al comedor (uno especial pequeñito para recién paridas a 10 pasos de la habitación) con las demás. Al principio me pareció fatal, pero después me gustó mucho poder estar con otras más afines a mí, en la misma situación, criticar a la enfermera nazi de por las noches, comparar pediatras…etc. Marujear, vamos. Y, teniendo en cuenta que mi marido no podía estar ahí todo el día conmigo (se tenía que ocupar del mayor), me hizo sentirme bien acompañada.
También tenían salas para dar el pecho, cambiar los pañales y demás. Había una sala sólo para mujeres y otra donde podían entrar también los maridos. Y enfermeras pululando por ahí, dispuestas a ayudar en todo lo que pudiesen. Y lo mejor de todo: LA ROPA!! No tuve que llevar ni un body! En la misma sala, había armarios llenos de ropa igual para todos (no era muy mona, pero qué más da, lo que le faltaba a mi marido el pobre era tener que irse llevando bodies y ropita sucia, lavarla, plancharla y volver a traerla), así que cuando se ensuciaba el niño, le cambiabas ahí y punto. Eso sí, no le bañaron ni un día (le limpiaban por la tarde y le miraban el cordón) y me prohibieron bañarle yo hasta que se le cayese el cordón y después de eso con moderación, o sea, una vez a la semana como mucho. Me lo pasé por el forro, por supuesto.
A los 3 días me mandaron a casa, después de la primera revisión pediátrica (se la hicieron en el hospital, así que una gozada).