Partos de Nacho [13] Aquel Pequeñajo pálido

Por Ankabri
Es una suerte recibir los Partos de Nacho. Unos cuantos de ellos impublicables, dado que él no quiere, pero que sería un lujo que vosotros pudiérais leer, pues forman parte de nuestra historia y de la historia de este BotinBurgo. Pero disfrutemos de este Parto, de hace ya unos cuantos años, de aquella época en la que creamos La Cofradía del Buen Comer Et Beber. Cuando la Guinnes se podía beber, cuando empezábamos a hablar de Carpe Diem, y cuando Un Pez Llamdo Wanda, hacía que nos partiéramos de risa después de alguna que otra botella de vino.
Espero disfrutéis con su lectura tanto como yo lo hice:
Aquél pequeñajo pálido
(A Carmen, fan del pequeñajo, que se marcha a Chile a reiniciar su vida. ¡Buena suerte, valiente!)
       Hace años y por un tiempo puedo decir que viví en una taberna en Torrelavega.       Trabajaba en Santander, pero en cuanto llegaba el viernes liberador cogía un tren a esa ciudad que, tras muchas horas de todo, me devolvía a mi casa el domingo por la noche para volver a empezar el círculo.      Aquella taberna llegó a ser muy famosa en aquellos tiempos. Se llamaba “El Ave Turuta”, y durante unos ocho años fue en lugar de encuentro de las tribus más variopintas y de todo tipo de gente como no he visto jamás ni creo que vuelva a ver en mi vida. Tanto es así que a veces pienso que ni siquiera existió, que fue una alucinación colectiva. Una hermosa alucinación en cualquier caso.      Ya no está. Ni siquiera existe el edificio que la albergaba, así que eso de pensar que en realidad jamás pasó todo aquello se hace casi real.      La fundaron y la llevaban cuatro amigos del mundo del folk de por aquí y, en tiempos en los que el Internet era aún una quimera, consiguió ser conocida y famosa en casi toda España y parte del extranjero mediante el boca a oído.      A veces, cuando el gentío que allí abrevaba hacía que no se diera abasto, aproximadamente de nueve a doce me metía en la barra y me dedicaba a “tirar” cervezas de barril, y descubrí que me gustaba hacerlo por que la intentaba servir  lo mejor posible. Respetaba los tiempos y tenía en ocasiones que enseñar el colmillo a clientes apresurados. “Si no te gusta la cerveza, ¿por qué la pides?. Bebe ridícula cerveza española. O vino, que es mucho más rápido”, solía decir a los bebedores vertiginosos.      Un viernes de comienzos de los noventa del siglo pasado, a eso de las 7 de la tarde estaba con Miguel terminando los botelleros y limpiado antes de abrir cuando golpearon la puerta. Fui a abrirla y me encontré con dos tipos impecablemente trajeados que me pidieron permiso para entrar muy educadamente. Miré a Miguel y asintió, así que les franqueé el paso tras advertirles que aún estaba cerrado. “No importa, mejor” respondió uno.      “¿Polis?”, me susurró al oído Miguel. “No creo”, le respondí. “Demasiado elegantes”.      Tras inspeccionar un momento la taberna, uno dijo: “Bueno, para las doce necesito el patio cerrado y aislado, pues Sabina quiere venir a beber aquí después del concierto”.      Me quedé perplejo. Miguel le pidió que repitiera lo que acababa de decir, pues tampoco daba crédito. Acababan de tomar posesión del bar dos desconocidos, y lo hicieron con tanta seguridad que se notaba que no era la primera vez que lo hacían.      A pesar de sus consejos y “amenacitas” de dar al bar una cierta mala prensa, pues don Joaquín era muy querido y respetado por las “masas”, fueron invitados a salir con educada firmeza. “Este bar tiene su clientela, y lo que piden no se hará”, les dijo Miguel a título de despedida. “Manda carallo”, le dije. Nos echamos a reír.      La tarde fue como la de cualquier otro día, y a eso de las diez y media dejé mi oficio de maestro tirador y me dediqué a lo que mejor se me da con la cerveza: beberla.      Estaba con la tercera o cuarte pinta de Guinness enfrascado en alguna de aquellas conversaciones cuando el bar se volvió a llenar de repente. Resulta que el concierto de don Joaquín acababa de terminar y los asistentes se desparramaban por los bares tarareando lo recién oído. Ellos con cara de contento. Ellas como groupies treintaañeras, con ojos soñadores y aspecto de “nirvana” del que no querían descender.      Alguna me pidió que cambiásemos la música y pusiésemos al maestro. A alguna la dije que “no teníamos de eso” y que no queríamos “sobredosis de poesía en la taberna”.¿Decepción?. ¡Qué penita más grande!.      Y entonces ocurrió. Gritos superaron el volumen de la música y, afortunadamente, se hizo un pasillo de admiración entre el gentío y entro “ÉL”. Al menos se limitaron a grititos y no le arrancaron la ropa. Tampoco le tiraron con la ropa interior, y esto si que lo consideré una lástima.      Mido un metro y setenta y cinco centímetros, y la barra tenía una tarima que nos hacía dominar el paisaje, pero me pareció un auténtico enano aún para los estándares clásicos habituales.      Decir “pálido” es poco. Blanco como el papel y con rostro cansado y enfermizo. Y escuchimizado, me pareció muy poca cosa.      Hace tiempo me contaron que le dio un ictus y ha dejado de ser un politoxicómano, pero aquél día llevaba “puesto” de todo. Hubiese apostado cualquier cosa.      Apenas le oí cuando me dijo con su voz cascada y aguardentosa: “Una botella de fourroses y cuatro vasos” sin siquiera mirarme. Con demasiada displicencia.      No soy especialmente quisquilloso, pero el incidente de la tarde con sus acólitos y esa especie de desprecio que tal vez quise sentir más que sentí me hicieron responderle: “¿Llevas dinero?”.      Entonces si me miró. Confuso. Muy confuso. No estaba acostumbrado a esa pregunta. Durante un momento no supo qué decir y uno de sus ayudantes salió al quite y me dijo muy serio con cara de pocos amigos:”¡Claro que sí, joder!”,  aunque con eso quería decir esa frase tan española: “No sabes con quién estás hablando”.      Puse la misma sonrisa que imaginé en el rostro del valeroso soldado Schwejk y respondí: “Espera un momento… ¡Miguel!, ¿vendemos whisky por botellas?”.      “Si, hombre. Véndesela”, me respondió con otro grito que superó al ruido ambiente. Sonreía. Sentía lo mismo que yo.      El pequeñazo pálido cogió la botella y su acólito la pagó inmediatamente y se llevó los vasos. Encontraron una mesa y me desentendí de ellos.      Al instante, un millón de esas groupies treintaañeras me saturó a preguntas. “¿Qué te ha dicho?. ¿Qué ha pedido?. ¿Cómo es en persona?. ¡Has hablado con ÉL!”. Grititos y pupilas dilatadas. Caras de éxtasis.      Para redondear mi faena, les dije con la mejor cara de bobo que se poner: “¿Quién es?. ¿En qué equipo juega?. Es que yo, de fútbol… muy poquito…”. Se quedaron de piedra, no podían entender que no conociese al Gran Joaquín ni compartiese su éxtasis colectivo.      Soy más de Javier Krahe, por supuesto. Pero las canciones de Sabina suelen ser muy buenas y, naturalmente, le conocía a la perfección. El “problema” es que distingo perfectamente entre cantante y persona.      Ni que decir tiene que, cuando se fueron, no encontramos ni rastro de la botella ni de los vasos. Adornarán el cuarto de alguna de esas mujeres-adolescentes. Pero lo mejor fue cuando impedimos que cuatro de ellas… ¡se intentasen llevar el banco donde había estado sentado! (sic). Miguel las dijo que a dónde iban con eso. Solo le respondieron con risitas histéricas. Ni siquiera sabían lo que hacían, y no parecían demasiado borrachas.      ¡En fin!. Qué vamos a hacer…
By Nacho 18/03/2014