Pasado Imperfecto, de Tony Judt

Publicado el 25 agosto 2014 por Jordi Jordi Corominas @jordicorominas
Pasado imperfecto, de Tony Judt, por Jordi Corominas i Julián Tony Judt, Pasado imperfecto: Los intelectuales franceses, 1944-1956, Taurus, Madrid, 2007 Traducción de Miguel Martínez-Lage

A veces el ansía de novedades hace que leamos con poco orden y ningún concierto. Suelo valorar a cualquier tipo de autor desde la trayectoria, sobre todo si es un historiador como Tony Judt, del que hace escasos meses leí El peso de la responsabilidad, donde recogió tres ensayos dedicados a Léon Blum, Albert Camus y Raymond Aron, tres hombres consecuentes que vivieron la época reflejada en Pasado Imperfecto, obra de 1992 donde el malogrado historiador aborda la actitud de los intelectuales franceses desde la Liberación de 1944 hasta los sucesos de Hungría de 1956. El libro ofrece una visión global que en cierto sentido constituye una antesala de El peso de la responsabilidad. Si olvidamos este aviso para navegantes y nos centramos en el contenido del volumen caminaremos hacia la desmitificación absoluta de un período muy hermoso para los cánones masivos de la cultura actual, donde resulta fácil encumbrar a determinados iconos sólo desde la fachada, y eso es lo que ocurre desde hace tiempo con Sartre, Simone de Beauvoir y otros, pues los demás, de Mounier a Mauriac pasando por Paulhan o Roy, salvo Camus son notas al pie de la nota al pie porque no gozan de ningún tipo de predicamento en el universo que potencia el conocimiento de trivial pursuit.Los nombres citados en el anterior párrafo han quedado como modelo de intelectuales comprometidos para un mundo necesitado de faros visibles. Sin embargo es curioso constatar cómo su influencia fue más bien escasa desde unas posiciones donde era fácil contradecirse y soltar un sinfín de gloriosas astracanadas sobre el Comunismo y los problemas de los regímenes de Europa del Este. En esto quien se llevó la palma fue el premio Nobel literario de 1964, pero sería injusto cargar todas las tintas contra su ya superada figura. Muchos pecaron de una incontinencia verbal que desacreditaba la figura del intelectual en el momento de su máximo apogeo. ¿Qué podían decir esos monstruos galos del Imperio soviético y sus modulaciones? Mucho y nada, porque la idealización afectaba su pensamiento, asimismo corrompido por el antiamericanismo nacido tras el fin de las hostilidades. Las actitudes estadounidenses en el Viejo Mundo y en su propio territorio generaron la ira de esos hombres de letras que, en cambio, juzgaban con enormes loas cualquier acción proveniente de Stalin y sus secuaces, como si el Comunismo tuviese una bula que el Capitalismo, malvado pese a impregnar hasta la médula el tejido del ropaje francés, no merecería.Por otra parte hay que considerar otro punto. Francia siempre ha tenido un discurso político interno muy marcado que marca fronteras favorables y otras más bien deprimentes. Entre las primeras figuraría la formación de una mentalidad a partir de la Tercera República (1870-1940), propicia para crear la figura del pensador civil implicado en cuestiones estatales de largo recorrido, con visión histórica y una idea donde el Hexágono era por su especificidad un oasis de riqueza filosófica. Entre lo negativo figuraría la poca influencia del pensamiento extranjero si exceptuamos la prestigiosa escuela alemana, lo que provocó una cerrazón ombliguista que explica muy bien la poca trascendencia de los esgrimido por los galos, empecinados en defender su postura desde un profundo complejo de inferioridad que se extendía como un cáncer a partir de la desolación de la derrota contra Alemania en 1940 y el dominio yanqui a partir de 1945.¿Podía tener el Hexágono cierta preponderancia en el nuevo orden mundial? ¿Estaba destinada a ser un  país de tercer orden? Las tornas mostraban una dualidad en la que Francia debía someterse a los dictados estadounidenses, aunque eso no impedía comentar con soltura la actualidad soviética y enfocarla desde una positividad que horrorizaba a los que sufrían la represión estalinista. Sartre siempre se apuntó a esos viajes donde soltaba parlamentos donde se ridiculizaba en su elogio de virtudes inexistentes ante súbditos humillados y reprimidos. Debía haber aprendido de la desilusión de Gide en 1936 o de la prudencia de Camus, Mauriac o Aron, desencantados con la hoz y el martillo para moverse en un ámbito donde su fuerza era expresarse sin depender de símbolos.Por otra parte las discusiones de tan distinguidos personajes servían para apartar, algo imposible porque la realidad era otra, el fantasma del provincianismo, y en este sentido el libro de Judt es muy instructivo si pensamos en la situación española, donde nadie quiere traspasar el muro y abarcar lo internacional. Nuestros vecinos querían, y por eso eligieron un tema tan espinoso y actual en su era como el Comunismo, irrelevante en Francia entre otras cosas porque los USA prohibieron en 1947 la entrada de cualquier Partido con esa ideología en los gobiernos occidentales. Thorez, el líder histórico, quedaba como un emblema que daba cobijo, pero ningún gran nombre de los tratados, entre los que no figuran Picasso y se menciona poco a Louis Aragon, se afilió al PCF, simple mito que debía ser respetado por su significado en la Resistencia, de la que muchos, una vez fracasó el breve ajuste de cuentas de la posguerra, renegaron para guardar formas e integrarse en las dinámicas de la caótica Cuarta República. La situación gala podía compararse en lo abordado por Judt con el caso italiano, donde el PCI fue una fuerza trascendental hasta la caída del sistema. Sin embargo la diferencia entre ambos países radica en el instante del punto y final del idilio con lo soviético. Los franceses, de ahí la cronología del volumen, finiquitaron su amor en 1956 tras el discurso secreto, Hungría y el estallido del problema colonial. Los transalpinos, con alguna duda tras la tragedia magiar, apuntalaron su independencia tras los sucesos de Praga en 1968 en una reacción que fue un claro preludio del Eurocomunismo y del resquebrajamiento de la Guerra Fría en su bipolaridad.

El declive de esa fe casi religiosa y el paso a tratar asuntos internos, pues Argelia era francesa, muestra un viraje que resume un encogimiento de los términos del diálogo cultural y la aceptación de una realidad donde pese al prestigio todo se había reducido hasta dimensiones nacionales. En Estados Unidos lo galo sigue siendo importante, pero lo es para una minoría académica que venera a los sucesores de Sartre y compañía. Foucault, Lacan, Derrida y otros son carne para universitarios, lo que por otro lado demuestra, y suscribo plenamente lo que plantea el autor de El refugio de la memoria, que reciben una educación alienada de lo palpable, y lo mismo sucedió en la mente de estos pensadores tan reputados para quedar bien y sacarlos a colación en charlas intrascendentes. Excepto Camus, más por su muerte prematura y el mito de dejar un bonito cadáver, los demás forman un panteón de ilustres muertos ninguneados porque al fin y al cabo, y eso es lo más importante, sus opiniones no fueron básicas para la vida de un país que había perdido un rumbo que aun no encuentra.