PASCUA EN UCRANIA: Impresiones y experiencias de un país en guerra que aún conserva su pulso vital VI.- Últimos encuentros, despedidas y regreso a Valencia

Por Salpebu
Las vísperas de nuestro regreso a España y a Valencia quisimos dedicarlas de una manera especial a la convivencia con nuestra familia, con especial atención a nuestra preciosa nietecita y a su laboriosa y atenta madre, así como para mantener las últimas charlas con nuestro hijo y con nuestros vecinos, más que amigos, casi familia.
Todo era muy grato y estaba impregnado de la imperceptible emoción de la despedida, porque, por muy bien que corrieran las cosas y por muy pronto que volviéramos, nunca sería antes del verano.
Así que no escatimamos momentos de tener en brazos a la bebé ni de hablar con su madre sobre los cuidados más convenientes, y en general, dejar a todos un hálito de esperanza sobre la mejora de la difícil situación económica y social de la nación.
A casa acudieron varias de las vecinas más allegadas, y quién más quién menos nos dejó una botella de vodka o unas chocolatinas, y sobre todo toneladas inmensas de afecto.
El día de la marcha hubo que dedicarse a combinar en el equipaje los enseres personales con la multitud de botellas y obsequios, más los chocolates y los detalles, incluyendo alimentos que en España son más difíciles de hallar, como la gryshka (trigo moruno) y una serie de salsas y pastas, más los dulces tradiciones, como, por ejemplo el pastel llamado “Napoleón”, una sabrosa combinación de crema, nata y pasta de galleta.
Así, no sin esfuerzo, pudimos cerrar dos grandes maletas, que pesamos ya en casa, para no sobrepasar los límites permitidos por la compañía aérea, y comprobamos que una de ellas llegaba hasta los 29 kilos y la otra pesaba unos 27. ¡Poco!
Y en los carritos de mano  (“troles”) aún introdujimos aquellos objetos que no ofrecían problemas en el embarque y el ordenador portátil.
El equipaje ocupó todo el maletero del automóvil que veníamos usando, y en él, pasado el mediodía, nos dirigimos hacia la región nievita de Osokorky, en la que, en medio de los lagos, se hallaba la dacha o chalet de nuestra gran amiga Ludmila.
El tráfico era intenso, pero lo grave fue el despiste que sufrimos, tomando un puente equivocado sobre el Dniéper, lo que nos condujo a una zona que nos resultó desconocida, por lo que había cambiado, con muchas, enormes y nuevas edificaciones; tanto fue así que ni siquiera con el GPS pudimos identificar la zona y las calles y anduvimos circulando casi una hora dando vueltas “de acá para acullá”, por nuevos barrios y partes de la ciudad que nos resultaban absolutamente desconocidas.
Por fin los hados nos permitieron hallar el camino correcto a la dacha de Ludmila, quien ya nos esperaba con su marido, el profesor Dmitrij, a mesa puesta, y con la obsequiosa variedad que siempre nos brinda, ya que había una deliciosa sopa de pescado con verduras, pescado frito, carne a la plancha, ensaladas, y muchas cosas más, que regamos con unos buenos tragos de vodka, mientras hilvanábamos los comentarios previos a la despedida.
A eso de las cuatro de la tarde Ludmila, en su coche que acabábamos de devolverle sano y entero, nos fue a llevar hasta el aeropuerto Zhulany, que a esas horas casi resulta inabordable, porque se halla casi en la zona central de la ciudad de Kiev, y para llegar hay que cruzar cualquiera de los puentes sobre el Dniéper, a cual más congestionado, y después circular por las grandes avenidas, en las que los coches semejan hormigas surgidas a millares.
Por fin, a eso de las cinco de la tarde pudimos alcanzar el aeropuerto, y, tras una despedida con Ludmila muy rápida, accedimos al embarque, con poca aglomeración, ya que este aeropuerto a esas horas solamente tiene cuatro o cinco vuelos.
De manera que nuestras maletas fueron facturadas sin mayor problema aunque con una etiqueta roja que indicaba su pesada carga, y pasamos al control de pasaportes, en el que no había más que una veintena de personas y fue rápido y sin especial incidencia.
Faltaban quince minutos para el embarque y accedimos al “duty free shop”, en el que aún compramos una botella de vodka “Nemiroff” de un litro, por el increíble precio de ¡cuatro euros!, tras lo que, con puntualidad insospechada llegó el momento de embarcar en la aeronave, a la que nos condujeron unos modernos autobuses, y en la que obtuvimos plazas hacia la parte trasera, junto a una joven ucraniana residente en España y casada con un moldavo ya nacionalizado español, con la que mi esposa conversó un buen rato.
El avión despegó en punto y el viaje comenzó a ser algo movido, por
mor de unas fuertes turbulencias mientras sobrevolábamos territorio ucraniano, casi hasta alcanzar la vertical de los Cárpatos.
El resto del vuelo fue sosegado, con las consabidas operaciones de venta de bebidas y objetos, y las ansias de llegar al destino, Valencia, cerca de la cual ya anocheció, para tomar tierra poco después de las nueve de la noche.
El vuelo había sido cómodo y una vez más se desveló la mejora en las comunicaciones con Ucrania, que parece podrán continuar en el futuro, ya que la compañía Wizz Air ha alcanzado un nuevo acuerdo con el gobierno ucraniano para continuar pronto con los vuelos directos y de precio moderado.
El control de pasaportes resultó inexistente para los ciudadanos de la Unión Europea y menos aún el control aduanero, por lo que a los pocos minutos abrazábamos a nuestra hija y nuestro yerno que nos esperaban para llevarnos a casa, al hogar, dulce hogar.
En el camino desde el aeropuerto, los primeros comentarios sobre Ucrania, la situación del país, los miembros de la familia, especialmente la recién nacida, y ya en cas un frugal plato de fiambre sirvió de acompañamiento a la conversación, lleva de satisfacción al recordar los días vividos en el país del Dniéper.
Era el broche final a una “Pascua en Ucrania”, que nos había resultado sorprendentemente agridulce, ya que a la emoción de volver a tan querida nación y hallar a los amigos y seres queridos de la familia (novedad de bebé incluida) se había opuesto la amargura de una situación bélica que, aunque lejana, seguía lacerando el alma ucraniana, tan sensible y tan patriótica.
Bien hubiéramos querido paliar esa amargura encubierta que empaña las mentes de los ucranianos, pero nuestra única posibilidad era la de darles nuestro apoyo mediante nuestro afecto y transmitirles palabras de estímulo, poniéndoles de manifiesto que quien se conduce con rectitud y laboriosidad nunca queda abandonado.
Ojalá pronto, en un nuevo viaje, pueda quien esto escribe narrar más y mejor sobre las alegrías y vivencias en tan entrañable país, y las zozobras actuales se tornen en prosperidad y paz.
La misma paz que siempre te desean los ucranianos cuanto te saludan y te despiden con esas palabras de “Do svidanya” (Hasta la vista) y “ Schaslyva” (Sé feliz).
SALVADOR DE PEDRO BUENDÍA