Todo era muy grato y estaba impregnado de la imperceptible emoción de la despedida, porque, por muy bien que corrieran las cosas y por muy pronto que volviéramos, nunca sería antes del verano.
Así que no escatimamos momentos de tener en brazos a la bebé ni de hablar con su madre sobre los cuidados más convenientes, y en general, dejar a todos un hálito de esperanza sobre la mejora de la difícil situación económica y social de la nación.
A casa acudieron varias de las vecinas más allegadas, y quién más quién menos nos dejó una botella de vodka o unas chocolatinas, y sobre todo toneladas inmensas de afecto.
Así, no sin esfuerzo, pudimos cerrar dos grandes maletas, que pesamos ya en casa, para no sobrepasar los límites permitidos por la compañía aérea, y comprobamos que una de ellas llegaba hasta los 29 kilos y la otra pesaba unos 27. ¡Poco!
Y en los carritos de mano (“troles”) aún introdujimos aquellos objetos que no ofrecían problemas en el embarque y el ordenador portátil.
El equipaje ocupó todo el maletero del automóvil que veníamos usando, y en él, pasado el mediodía, nos dirigimos hacia la región nievita de Osokorky, en la que, en medio de los lagos, se hallaba la dacha o chalet de nuestra gran amiga Ludmila.
Por fin los hados nos permitieron hallar el camino correcto a la dacha de Ludmila, quien ya nos esperaba con su marido, el profesor Dmitrij, a mesa puesta, y con la obsequiosa variedad que siempre nos brinda, ya que había una deliciosa sopa de pescado con verduras, pescado frito, carne a la plancha, ensaladas, y muchas cosas más, que regamos con unos buenos tragos de vodka, mientras hilvanábamos los comentarios previos a la despedida.
Por fin, a eso de las cinco de la tarde pudimos alcanzar el aeropuerto, y, tras una despedida con Ludmila muy rápida, accedimos al embarque, con poca aglomeración, ya que este aeropuerto a esas horas solamente tiene cuatro o cinco vuelos.
Faltaban quince minutos para el embarque y accedimos al “duty free shop”, en el que aún compramos una botella de vodka “Nemiroff” de un litro, por el increíble precio de ¡cuatro euros!, tras lo que, con puntualidad insospechada llegó el momento de embarcar en la aeronave, a la que nos condujeron unos modernos autobuses, y en la que obtuvimos plazas hacia la parte trasera, junto a una joven ucraniana residente en España y casada con un moldavo ya nacionalizado español, con la que mi esposa conversó un buen rato.
El avión despegó en punto y el viaje comenzó a ser algo movido, por
El resto del vuelo fue sosegado, con las consabidas operaciones de venta de bebidas y objetos, y las ansias de llegar al destino, Valencia, cerca de la cual ya anocheció, para tomar tierra poco después de las nueve de la noche.
El vuelo había sido cómodo y una vez más se desveló la mejora en las comunicaciones con Ucrania, que parece podrán continuar en el futuro, ya que la compañía Wizz Air ha alcanzado un nuevo acuerdo con el gobierno ucraniano para continuar pronto con los vuelos directos y de precio moderado.
En el camino desde el aeropuerto, los primeros comentarios sobre Ucrania, la situación del país, los miembros de la familia, especialmente la recién nacida, y ya en cas un frugal plato de fiambre sirvió de acompañamiento a la conversación, lleva de satisfacción al recordar los días vividos en el país del Dniéper.
Era el broche final a una “Pascua en Ucrania”, que nos había resultado sorprendentemente agridulce, ya que a la emoción de volver a tan querida nación y hallar a los amigos y seres queridos de la familia (novedad de bebé incluida) se había opuesto la amargura de una situación bélica que, aunque lejana, seguía lacerando el alma ucraniana, tan sensible y tan patriótica.
Ojalá pronto, en un nuevo viaje, pueda quien esto escribe narrar más y mejor sobre las alegrías y vivencias en tan entrañable país, y las zozobras actuales se tornen en prosperidad y paz.
La misma paz que siempre te desean los ucranianos cuanto te saludan y te despiden con esas palabras de “Do svidanya” (Hasta la vista) y “ Schaslyva” (Sé feliz).
SALVADOR DE PEDRO BUENDÍA