Paseador de perros, por Sergio Galarza

Publicado el 13 septiembre 2015 por David Pérez Vega @DavidPerezVeg
Editorial Candaya. 134 páginas. 1ª edición de 2009.
Tenía curiosidad por este libro desde hacía tiempo. En alguna ocasión lo he visto en la cuesta de Moyano por precios muy bajos, pero he resistido la tentación de comprarlo porque seguramente estaba –en ese momento- en alguna de mis fases de no comprar libros o de no leer novedades. Sin embargo, el libro estaba en la biblioteca de Móstoles, y decidí tomármelo como una lectura relajada de verano. Lo saqué junto al última libro publicado de Sergio Galarza (Lima, 1976), el titulado La librería quemada.
De entrada la propuesta de Paseador de perros me gustaba: un joven inmigrante de Lima llega a España lleno de sueños (sobre todo con el deseo de que Madrid sea su centro para viajar por el mundo) y tiene que enfrentarse a una ciudad que parece mostrársele, en más de una ocasión, hostil. Al principio, leía la novela como si fuese puramente autobiográfica, como si la voz narrativa fuera la del propio autor y su novela un documento sobre sus primeros pasos en Madrid. En este sentido, el libro podría leerse como el de un joven Arturo Bandini, el personaje de John Fante, un joven aprendiz de escritor que vuelca su rabia vital contra todas aquellas personas o situaciones a las que ha de enfrentarse en el día a día. Pero existe aquí un juego narrativo que separa a autor y personaje: el narrador de Paseador de perros nunca nos dice que escriba o que pretenda hacerlo. Hablará más de música que de libros, y dentro de su inconformismo juvenil juzgará a las personas por sus gustos musicales, aunque también por los literarios, a pesar de que él mismo se cuide de hablarnos de ellos. En algún momento el juego literario casi llega a romperse y las opiniones del narrador acaban siendo las de un joven Bandini que el lector siente que en realidad lo que desea es ser escritor y que ese motivo se queja, por ejemplo, de que los escritores jóvenes no sean paseadores de perros, como él, y conocer así de verdad la ciudad en la que viven (los escritores jóvenes sólo le importan a otros escritores jóvenes).
El narrador llegó a Madrid lleno de sueños (“Yo tenía ganas de borrar el Lado A de un disco sin éxitos. El Lado B es éste que empieza, como todo aquí, en Madrid”, pág. 8), acompañado de su novia limeña, Laura Song. Tras vivir en La Latina, se mudará (cuando Laura Song haya decidido dejarle) a Malasaña, el barrio que el narrador entiende como el centro musical y juvenil de Madrid. De forma significativa, el personaje está a punto de cumplir treinta años y siente que está dejando ya muchas cosas atrás, sobre todo después de la ruptura con su novia y la llegada de los días de quedarse en casa viendo televisión él solo, porque sus amigos tienen novia o cosas que hacer.
El narrador sin nombre, sin papeles legales de trabajo, pasa a trabajar para Jota, un español que ha decidido ser su propio jefe y montar una empresa para cuidar y pasear mascotas. El narrador tendrá que recorrer gran parte de la Comunidad de Madrid (desde Alcorcón, pasando por Parla o Pozuelo, hasta La Moraleja) para pasear principalmente perros, pero también, por ejemplo, para limpiar la jaula de un mapache en Pozuelo. El mapache Odo se acaba convirtiendo en un animal connotado de significación en la novela: una representación de los miedos del narrador, focalizado en su temor a las posibles agresiones de Odo.
Las frustraciones del narrador (que en algún momento se plantea si hizo bien al irse de Lima) se transforman en el texto en deseos de explosiones violentas. He anotado algunas: “Deseé que una tuneladora apareciera bajo la furgoneta para que Jota se callara, pero él no paraba de darle vueltas al asunto.” (pág. 31), “En anciano me empujó a un lado y miró por la única reja durante unos minutos al mapache. Me habría gustado meter su cabeza en la jaula.” (pág. 53), “Deseé que la perra se transformara en un mapache gigante y los aplastara a todos con la cola.” (pág. 55)
El trabajo de paseador de perros, pese a tener algunas ventajas (poder husmear en las casas de los clientes, pasear por el parque del Retiro, leer un libro junto a un perro exhausto, hacerse pasar por el dueño cuando alguna chica se acerca para acariciar al perro…) es vivido como una condena, una humillación: “¿Y qué saben ellos de mi trabajo? ¿Saben las veces que me he ensuciado las manos con mierda de perro porque las putas bolsas se rompen? ¿Saben las veces que la gente me ordena recoger la mierda del perro antes que el animal termine de cagar y se quedan a mi lado como un notario que da fe de mi humillación?” (pág. 56-57)
La visión del narrador sobre Madrid no es complaciente. Su descripción de Alcorcón: “Ir hasta allí, sumergido una hora en el metro, me deprimía. Sus calles con basura desparramada al lado de los contenedores, los parques con más latas y botellas rotas que flores, la gente vestida con ropa que parece donada por la Cruz Roja de Europa del Este, los jóvenes y sus coches explotando música sin cuerdas, viejos vegetando en las bancas y esquinas como espantapájaros, los rumanos y sus zapatos de escamas, las rumanas y sus joyas de fantasía, los españoles que uno confunde con los rumanos, los latinos peleando por dinero desde los locutorios con alguien al otro lado del Atlántico, los bloques de edificios con balcones blancos de barandillas de metal, esas prisiones del extrarradio que me recordaban el Cono Norte de Lima y a su imperio pacharaco. Cada vez que visitaba Alcorcón me sentía deportado del paraíso del Centro y me preguntaba de qué se reía esa gente viviendo en un lugar así.” (pág. 18-19). Tenemos aquí a un inmigrante sin papeles, que recoge mierda de perro, con el gusto muy fino. En páginas como esta se aprecia un deseo del autor por focalizar su mirada sobre lo   que le resulta feo. Así los espacios de Pozuelo y La Moraleja no están descritos.
La mirada del narrador no es complaciente tampoco con los otros inmigrantes: “Se ofreció a presentarme a mi compatriota y la corté diciéndole que ya conocía a varios. Lo más acertado hubiera sido decirle que no soportaba a los inmigrantes, esa categoría donde la imagen predomina sobre los pasaportes.” (pág. 85). Nuestro limeño tampoco tiene reparos en tirar de tópicos para describir a colectivos de inmigrantes: “Coslada alberga la mayor colonia rumana de Madrid y quizás de toda España. Rumanos: si no trabajan en la construcción, forman bandas que roban casas. Rumanas: si no son asistentas, se prostituyen en calles y puticlubs. Con esos rostros de duendes malignos parece como si no sirvieran para hacer otra cosa. Pareciera como si yo sólo supiera pasear perros.” (pág. 66). El párrafo anterior me parece significativo: el narrador está enfadado, por estar solo, por tener un mal trabajo, porque sus sueños no se estén cumpliendo y dispara su rabia contra diversos colectivos. Sus opiniones, en muchos casos, como vemos, políticamente incorrectas, quedan suavizadas cuando su visión negativa del mundo se vuelve al final contra sí mismo, resuelta en un: «y ¿quién soy yo para opinar, alguien que se conforma con pasear perros y que no busca otro trabajo?» En la página 121 dispara sus dardos contra los falsos hippies que hacen malabares en el Retiro: “Horda de vagos, eso es lo que son, adoptan la pose de incomprendidos por un mundo del que reclaman el ocio más que la libertad. ¡Póngase a trabajar! ¡A pasear perros!, les habría gritado.” Y un poco más abajo repite el esquema comentado, al decir: “¿Por qué me considero superior a cualquier espectador?”
Esta mirada del narrador, irritante y políticamente incorrecta en más de una ocasión, quizás haga que el texto se vuelva más literario, que trascienda a la visión edulcora de una realidad complaciente que se mira desde afuera. El narrador está enfadado y toma partido cuando opina.
Son interesantes las historias que se nos narran de los personajes secundarios: la de Jota, su jefe, o las de sus clientes. Estas páginas, así como las evocaciones de Lima, actúan como escapes a la tensión narrativa.
En cierto modo, Paseador de perros me ha recordado a una novela italiana de los noventa, Todos al suelo del joven, por entonces, Giuseppe Gulicchia. En los dos libros se connota de significa a una mascota (un mapache en una y un hurón en la otra); quizás la mirada de Gulicchia era más tierna y más humorística, aunque la desesperación del narrador de Paseador de perros no deja de estar exenta de humor.
La nota final contiene un agradecimiento a Irene Cuerda Barcaiztegui que tradujo la novela al “español de España”. Este es un detalle que me estaba llamando la atención al leer el libro, salvo en  muy contadas ocasiones (como, por ejemplo, el “pacharaco” que aparece en una de las citas de arriba) no se usan aquí términos propios del español de Perú como era de esperar, una variante del español que siempre  me pareció muy rica (y algo que, por ejemplo, hace a los libros de Jaime Bayly o Alfredo Bryce Echequique tan divertidos). Aunque esto más que nada es una curiosidad.
Paseador de perros es una novela corta, escrita con gran sentido del ritmo, que describe la ciudad en la que vivo vista por un extranjero, que se convierte en una narración muy cercana a la realidad, con toques de humor (aunque sea negro y desesperado) y que a pesar de la mirada huraña del narrador el lector acaba sintiendo simpatía por él.